Cap.2

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En aquel momento, el insólito rumor de las ruedas de un carruaje y del galope de
muchos caballos sobre la carretera atrajo nuestra atención. Parecía aproximarse descendiendo de la colina que dominaba el viejo puente; muy pronto, un pequeño tropel desembocó por aquel punto. Primero cruzaron el puente dos caballeros, luego apareció un carruaje tirado por cuatro corceles, y finalmente otros dos caballeros que cerraban el cortejo.

Parecía el coche de una persona de rango. Nuestra atención quedó prendida en
aquel espectáculo inusitado, que no tardó en hacerse aún más interesante, porque, cuando apenas habían pasado la curva del puente, uno de los caballos del tiro se desbocó y, contagiando su pánico a los otros, arrancó a todo el tiro con un galope desenfrenado, irrumpiendo entre los caballeros que precedían al carruaje y avanzando hacia nosotros con la violencia y la furia de un huracán.

En aquel momento culminante, la escena adquirió caracteres de tragedia, debido a unos gritos femeninos procedentes del interior del vehículo.

Mi padre permaneció en silencio, mientras nosotras lanzábamos exclamaciones
de terror. El final no se hizo esperar. El punto de enlace de la carretera con el puente levadizo estaba delimitado a un lado por un soberbio tilo, y al otro por una cruz de piedra. Los caballos, que marchaban a una velocidad vertiginosa, se desviaron asustados al ver la cruz, arrastrando las ruedas contra las raíces salientes del árbol. Asustada por lo que podía ocurrir, me tapé el rostro con las manos, no resistiendo la idea de ver cómo la carroza se salía del camino.

En aquel mismo instante oí el grito de mis compañeras, que estaban un poco más
adelantadas que yo. Abrí los ojos, impulsada por la curiosidad, y contemplé una
escena sumamente confusa. Dos caballos yacían en el suelo. El carruaje estaba
volcado, apoyado sobre uno de sus lados, con dos ruedas al aire. Los hombres se
afanaban arreglando el vehículo, de cuyo interior había salido una señora de
aspecto autoritario, que retorcía nerviosamente entre sus manos un pañuelo. Ayudamos a salir del carruaje a una joven, al parecer desmayada. Mi padre se
había acercado a la señora de más edad, sombrero en mano, ofreciéndole ayuda y cobijo en el castillo. La señora no parecía oír nada, y sólo tenía ojos para la frágil muchachita que había sido reclinada en el respaldo de un banco.

Me acerqué. La joven había perdido el conocimiento, pero sin duda estaba con vida. Mi padre, que se preciaba de tener algunos conocimientos médicos, le tomó el pulso y aseguró a la señora, que se había presentado a sí misma como madre de la joven, que la pulsación, si bien débil e irregular, era perceptible. La señora juntó sus manos y alzó los ojos al cielo, al parecer en un momentáneo transporte
de gratitud; luego, repentinamente, se desahogó haciendo gestos teatrales, que, sin embargo, son espontáneos en cierto tipo de personas. Era una mujer de buen ver, que en su juventud debió haber sido seductora. Delgada, aunque no flaca, iba vestida de terciopelo negro. Su pálida fisonomía conservaba una expresión
orgullosa y autoritaria, a pesar de la agitación del momento.

-¡Qué desgracia la mía! -exclamó, retorciéndose las manos-. Estoy efectuando un viaje que es cuestión de vida o muerte. Una hora de retraso puede tener consecuencias irreparables. No es posible que mi hija pueda restablecerse del golpe recibido y continuar un viaje cuya duración no es posible prever. Deberé dejarla forzosamente en el trayecto. No quiero correr el riesgo de llegar con retraso. ¿A qué distancia se encuentra el pueblo más próximo? Es necesario que la lleve hasta allí, para recogerla a mi regreso. ¡Y pensar que tendré que pasar por lo menos tres meses sin ver a mi querida hija, sin tener noticias suyas!

Tiré a mi padre de la chaqueta y le susurré al oído:

- Padre, dile que la deje con nosotros... me gustaría mucho. Hazlo por mí.

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