CAPÍTULO 3: EL NIÑO Y EL PERRO

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Los Barbrow, sin ostentación alguna, podían decir que ya eran propietarios de una magnífica casa de pueblo en el centro del estado. La instalación, como una costumbre desde el principio de la especie, había sido densa y alejada totalmente de las cosas maravillosas que haría alguien en su vida. La sala principal, espaciosa y que contenía lo típico -un sofá negro de cuero, una mesa diminuta y blanca para el ocio, otra más grande en tono ocre para las comidas y las reuniones familiares y varios cuadros mucho peores, sin ninguna duda, de los que él pintaba-, ahora yacía con vida propia. Tras unas horas de esfuerzo y dedicación, Henry quitó todos aquellos cuadros horrendos que deslucían el color plata de las paredes y colgó las emblemáticas obras de Ruiz Montés, el único pintor capaz de conseguir belleza retratando una escena de violación. A su modo de ver, aún estaba a millones de metros de poder recrear una pintura con talento y minuciosidad tal como lo hacía Ruiz Montés, pero prefería perder la dignidad antes que la esperanza.

Uno de los baños -ubicado al final del pasillo del primer piso- reflejaba correctamente cómo eran en la actualidad. La bañera tenía buena profundidad -aunque nada exagerado-, era alargada y disponía de una cortina impermeable, un complemento que creía muy útil. El espejo, limpio como una patera, desprendía un destello blanquecino. Lo supo cuando acercó los ojos a él y vislumbró que el rostro se tornaba como el aspecto del dulce Casper. Rio a carcajadas, como un niño después de haber estallado un globo de aire. Logró serenarse, aunque necesitó un rato, y depositó el cepillo de dientes, la pasta dentífrica y demás potingues imprescindibles para la higiene básica en la encimera al tiempo que colocaba el gel y el champú H&S en una estantería de tres niveles que había justo al lado de la bañera. Por último, se fijó en el retrete. A pesar de parecer un lunático, no lo era en absoluto, pues lo consideraba importante para realizar sin dificultad las cosas íntimas. Cuando apreció que no albergaba ningún contratiempo -demasiada inmundicia o un golpe en cualquier fracción-, se dijo que ya iba siendo hora de abandonar la instalación y proseguir al día siguiente. Además, tanto Megan como su hija se habían encargado de personalizar las habitaciones, el baño del segundo piso y la sala de estar, ésta también situada en el segundo piso. El trabajo que quedaba por hacer se reducía a unas cuantas pinceladas: limpiar y organizar el trastero, atiborrar la cocina de electrodomésticos y comprar una televisión. La samsung de dos mil euros se golpeó contra el maletero del coche y cayó al suelo resquebrajándose por completo. Los pedazos de lo que había sido una televisión perdurable, de casi cuatro años, miraron atentamente a Henry, que se rascaba la nuca con una expresión de incredulidad. Cosas que ocurren, pensó.

La oscuridad de la noche, sincera y apremiante, se colaba por entre los cristales de la ventana y se impregnaba en la pintura que estaba creando, otorgándole un toque distinto a la par que ambicioso. Henry, vestido con el mono blanco oficial del pintor, un gorro desechable y un calzado antideslizante que no le agradaba nada, pensó en el cuadro como un intento de salvación divina, llamado comúnmente inspiración verdadera por él. Pero esa pintura tenía de inspiración verdadera lo mismo que un coche sin ruedas o un primer amor roto indoloro. Nada. Y lo sabía a ciencia cierta. El cuadro estaba carente de alma, carente de emociones, carente de un ápice de sensibilidad. En la parte inferior, un joven de aproximadamente doce años se recostaba sobre la arena y difundía un semblante elocuente, ensalzado por el azul del mar. Sin embargo, no pudo más que admitir la poca profesionalidad que profesaba, como la investigación llevada a cabo por un detective de homicidios que hacía más caso a la intuición que a las pruebas concluyentes, y solo para aumentar un egocentrismo barato, pues conocía su equivocación.

Y ya ni hablar del intento fallido al reconstruir la pureza de un alma perruna. El Husky siberiano, que se encontraba en posición paralela al joven, estaba agazapado y con los ojos desorbitados. El pelaje gris oscuro, fino y delicado, a primera vista incitaba ternura, pero solo con mirarlo durante unos minutos seguidos dejaba bastante claro la raíz del problema: escaso realismo. Si bien la técnica ejecutada y el contraste de los colores eran perfectos, aquello era insuficiente para que el cliente se decidiera por el cuadro. Con lo cual se derivaba una severa frustración, lo seguía un nerviosismo que lo atenazaba sin piedad y concluía en una falta de inspiración aún más seria. Conclusión final: ninguna obra creada, posterior irritación de Matthew Lowell -alguien excepcional aunque muy frívolo en cuanto se introduce en la labor de su empleo como representante artístico- y ni una maldita ganancia.

Delirio y Tormenta #Las100MejoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora