Nuestro matrimonio agonizaba, y entonces fue que decidimos hacer el viaje.
Natalia había leído en una de sus revistas que los viajes largos podían reanimar una relación muerta, hacerle una especie de desesperada respiración boca a boca. Fuimos a Salta, en auto. Y ahí fue que todo terminó por desbarrancarse.
Al segundo o tercer día de tediosa estadía contratamos una excursión, a la selva de las Yungas. El guía nos llevó, a través de un sendero, al interior de la selva, mostrándonos los animales y los insectos que nuestros ojos citadinos nunca alcanzaban a distinguir. Y ella, como siempre, quiso jugar al fotógrafo de National Geographic y se salió del sendero. Yo traté de razonar con ella y la seguí. Los dos íbamos últimos en la fila, por lo que nadie se percató de nuestra desaparición. “Volvé al sendero, estúpida”, le dije. “Vi algo ahí, entre los árboles. Una mariposa. Le tomo una foto y volvemos”, prometió ella, sacándome la mano de su hombro. Maldiciéndola de arriba abajo, nos adentramos en la selva. No caminamos mucho, yo creo que apenas unos metros, pero igual nos perdimos. Fuimos incapaces de encontrar el sendero de nuevo. Y luego nos perdimos el uno al otro. Quedé solo, gritando (o mejor dicho, maldiciendo) su nombre.
No sé cuánto tiempo caminé. La selva es oscura incluso de día, los árboles forman un techo natural que filtra la luz del Sol. Las ramas se me enganchaban a la ropa y un arbusto espinoso a punto estuvo de arrancarme el anillo de bodas de mi dedo anular. Aquella parecía la señal definitiva, la que inconscientemente había estado esperando durante el último año, así que me detuve en un claro y forcejeé para sacarme el anillo. Concentrado en la lucha, retrocedí un par de pasos y tropecé con lo que en un primer momento pensé era una raíz. Miré hacia atrás: no era una raíz. Era una mano. Una mano que salía del barro y que ahora me aferraba por los tobillos.
Tardé un buen rato en comprender lo que estaba viendo. La mano, de gruesos y morenos dedos, parecía viva y me apretaba cada vez con mayor fuerza. Traté de sacudirme, pero el apretón era enérgico y además comenzaba a dolerme. Agarré una piedra y me incliné con la intención de golpear aquella mano, pero en ese momento otras manos salieron del barro y comenzaron a tironearme de las ropas, de los brazos, de las piernas; una me agarró de los pelos y me echó la cabeza hacia atrás. Y entonces fue que lo vi. El machete. Las manos, formando una cadena, se lo pasaban entre sí. La última en tenerlo pareció medir el golpe y luego el machete cayó sobre mi brazo. Me desvanecí.
Desperté pocos minutos después, con un dolor agudísimo. Me habían cortado las manos, a la altura del codo. Las otras manos habían desaparecido, al igual que el machete. Abrí la boca para gritar con todas mis fuerzas, pero entonces escuché algo que me detuvo. Mi esposa. Desde algún lugar de la selva me llamaba en voz alta con su voz aguda de pájaro. Quise alertarla, quise decirle que se volviera y pidiera ayuda, pero entonces un pensamiento, el más mezquino y odioso que tuve en mi vida, me hizo cambiar de parecer. Era por su culpa que había pasado esto, ella también se lo merecía. Así que esperé en completo silencio. Y al rato apareció Natalia, toda sucia y con el rostro arañado por las ramas. Y me vio y comenzó a correr hacia mí, y yo seguía sin decir palabra. Y tropezó. Tropezó con una raíz que no era una raíz. Y las manos volvieron a salir del barro y la sujetaron y apareció el machete otra vez. Mi esposa gritó y se volvió hacia mí, suplicante. Pero yo seguía sin decir palabra.
La última mano que empuñó el machete tenía un anillo de bodas en el dedo anular. La reconocí enseguida, porque era la mía.
Con mucha lentitud, como regodeándose, la mano echó el machete hacia atrás y concluyó su sangriento trabajo.