Francisco y el mar

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Francisco conocí­a el mar. De padre mariscador y madre instructora en la escuela de navegación, el mar habí­a sido una constante en su vida.

Desde muy pequeño subía al acantilado y leía el mar. Sabí­a ver las corrientes, las mareas y predecir el mejor lugar para surfear. Sabía también cuando vení­a borrasca, de dónde vení­a y si llovería o pasaría de largo.

Para él, el mar era un refugio. Al Cantábrico no le importaba si en el instituto no era popular, si era el chico más bajito de su curso o si sus deportivas dejaban los pasillos llenos de arena de la playa. El mar no le suspendí­a ni le obligaba a jugar al futbol con chicos que no le pasaban la pelota.

El mar se limitaba a estar ahí, algunas veces susurrando y meciéndose amablemente, otras bramando como un elefante herido que destroza todo lo que se pone por delante.

Francisco conocía las dos caras del mar, la serena y apacible, y la furiosa y destructora. Habí­a visto a los niños jugar en las pozas y entre las rocas agujereadas que la marea baja descubrí­a, y, en la misma playa, las dunas, antes colinas que subir para luego bajar rodando, convertidas en acantilados de arena, y la pasarela que las recorría suspendida a cinco metros del suelo privada de la escalera que la hacía accesible, devorada por las embravecidas olas.

Él conocía esas dos caras y sabí­a de lo que era capaz el mar Cantábrico. Como a un animal salvaje, respetaba su fuerza y lo trataba con cuidado. Muchas veces había visto a los socorristas sacar del agua a surfistas estrellados contra las rocas, o a chavales que saltaban desde esas rocas y las corrientes les impedían volver a nado a la orilla. Muchas veces, las olas le habían arrancado la tabla de sus manos y le habí­an empujado contra el arenoso fondo, impidiéndole levantarse durante unos aterradores instantes, volteándolo a él y a su tabla, haciéndole caer y obligándole a adoptar una postura fetal para no golpearse en la nuca con las peligrosas quillas de su tabla, que amenazaba con arrastrarle de vuelta a la orilla tirando de su tobillo. Al mar le daba igual que lo tratasen con respeto, le daba igual si el que se ahogaba era un surfista o un célebre director de orquesta, un honrado pescador o un turista que pasaba por allí­.

Por eso, Francisco respetaba al mar y sentía un temor reverencial hacia él, como siglos antes se reverenciaba a las divinidades acuáticas en los pueblos costeros, y procuraba no enfadar al mar igual que se evita hacer cosquillas a un dragón dormido. En el agua, era el surfista más prudente de la playa, y justificaba su cautela diciendo que si se ahogaba, al dí­a siguiente no podrí­a surfear.

A pesar de todo, amaba al mar. En sus vacaciones pasaba del helado y salvaje mar del norte al cálido y perezoso Mediterráneo, en el cual podí­a pasar horas y horas sin que del frí­o perdiese la sensibilidad en los dedos de los pies y acabase con las uñas color polo de arándanos. Y aunque no podí­a surfear por la ausencia de verdaderas olas, alquilaba algún equipo de submarinismo y se pasaba todo el tiempo posible sintiéndose como un pececillo más.

Y entonces ocurrió. Un cálido dí­a de verano cántabro (o sea, que la calidez duró dos minutos) entró al agua a darse un baño y se alejó nadando. Y ya no volvió. El mar cambió de humor una vez más para atraparle entre sus olas y retenerlo a su lado por siempre.

Después, muchos afirmaron haber visto a un chico con apariencia de pez en lugares tan dispares como el Canal de la Mancha o los fiordos noruegos, y se ve que a Francisco le va de fábula con su caprichosa amante.


Dedicado al hombre-pez de Liérganes, buscadlo en Google, es muy interesante.


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⏰ Last updated: Aug 04, 2017 ⏰

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