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El bullicio de felicidad que se generaba cada vez que los niños salían al patio a la hora del recreo, era un sonido con el que, poco a poco, nuestra protagonista se iba familiarizando.

En un principio, se le hacía muy complicado estar un minuto alejada de sus padres. Les echaba de menos y, estando sola, sin ningún conocido alrededor, creía que no volverían a por ella.
Teniendo eso en mente y añadiendo los llantos de los niños, la pequeña se sumaba a ellos, generando una diminuta cascada cristalina en sus ojos, en toda su primera semana en el colegio.

Por suerte, a medida que se daba cuenta de que cada tarde sus padres regresaban, las lágrimas iban disminuyendo e iban dejando paso a la curiosidad por conocer a otros niños y divertirse con ellos.

La pequeña niña de ojos grisáceos como una nube de tormenta, se encontraba sentada en la arena de su pequeño patio de la escuela, observando como en el rostro de sus compañeros estaba presente la alegría y la satisfacción de poder estirar las piernas y dejar volar su imaginación, haciendo castillos u otras tantas formas raras que se les ocurrían con el suave material que abundaba por todo el suelo del lugar.

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