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Es difícil mantener un equilibrio entre lo que quieres contar y lo que no en un congreso. Quieres dar la impresión de que sabes mucho, pero debes guardarte algunos trucos o herramientas. Dejarlos entrever, a modo de señuelo, para que se te acerquen luego a ti en el networking, que es donde comienza a fraguarse un cliente.

Así que ahí estaba yo, pasando una slide tras otras, sin que ninguna se atascara, con una oratoria algo fría (aunque luego descubriría que aquello, lejos de ser un handicap a la hora de hacer llegar mi mensaje, resultó ser una ventaja para que me consideraran una igual) y con un lenguaje corporal no relajado, pero sí menos tenso.

De vez en cuando buscaba con la mirada a la chica, no tanto para sentirme más segura, como para ver su reacción. Me seguía con la mirada y echaba fotos con su móvil a la pantalla.

Por su parte, los asistentes asentían al comprender los conceptos que yo exponía donde comparábamos los tipos de clientes con animales. Les situé en mitad de una sabana africana donde debíamos saber qué alimentación quería llevar su empresa. Comer moscas era más sencillo porque abundaban y eran fáciles de cazar, pero requería de un trabajo constante para no pasar hambre. De esta manera, si queríamos un negocio de 100 millones de euros, y nuestros clientes eran moscas, requeríamos de una estrategia y serie de técnicas diferentes a las que usaríamos para cazar a un cliente elefante, al que podíamos atacar con un disparo certero para asegurarnos un buen negocio que engordara nuestro balance. Entre la mosca y el elefante, había otros animales (modelos de negocio), y cada asistente debía examinar qué tipo de animal/cliente quería o podía cazar para poder determinar la estrategia.

Luché mucho contra mi jefa para no incluir en la última diapositiva el típico mensaje de «¿Alguna pregunta?» y lo conseguí. Cerré la presentación agradeciendo que nos permitieran acudir al acto y con una muy poco convincente invitación a hacer preguntas si alguien lo deseaba. Tan poco convincente que nadie levantó la mano.

Cedí el testigo del micrófono al presentador y bajé del estrado por los escalones de un lateral, rezando a todas las vírgenes que conocía para no tropezar y caerme de bruces.

Tan relajada quedé tras la charla que tuve que sentarme en una butaca porque mis piernas ya no sostenían mi peso.

Apoyé la cabeza sobre el respaldo del asiento, cerré los ojos y respiré hondo. Cuando los abrí, vi a otro ponente sobre el escenario vomitando su speech de venta con más soltura de lo que lo había hecho yo. O eso creía, porque en ese momento caí en la cuenta de que no recordaba nada de lo que había pasado sobre la tarima. Sí recordaba los nervios atenazando mis músculos y el sudor frío en la frente, pero no fui capaz de traer a la mente una imagen sólida de mi yo consciente y hablando. Había sido una autómata. Apenas sí recordaba los ojos de la chica del walkie siguiendo con interés las diapositivas.

--Perdona --me llamaron por detrás. Me giré y vi a un hombre pequeño, con gafas redondas y traje gris--. Disculpa, ¿puedes moverte una butaca a la derecha? No puedo ver la pantalla --me pidió.

Al incorporarme noté algo duro en los riñones y, cuando me palpé, descubrí que era la petaca del micrófono, lo que me hizo recordar a la chica de sonido.

La busqué con la mirada en el rincón junto al escenario. Su ritmo era frenético y seguía dando órdenes por el walkie.

La miré. Me miró. Me señalé la petaca y ella comprendió. Vino corriendo hacia mí por un pasillo lateral, con la espalda agachada, casi en cuclillas.

--Hola --me dijo--. Ya decía yo que me faltaba un micro.

Y sin darme tiempo a decirle nada, me agarró de las caderas y me dio la vuelta. Trajinó de nuevo a mi espalda, rozó otra vez mi piel con sus dedos, me desenganchó la pinza de la falda y volvió a girarme para quedar frente a ella.

--En realidad, te andaba buscando porque me ha encantado tu ponencia --dijo. Clavó sus ojos en mi pecho y se lanzó hacia él. Se me aceleró el pulso--. Ha sido como si un rayo de luz me atravesara el cerebro--, continuó. Mi corazón seguía latiendo con fuerza. Sus manos acariciaron la solapa de mi camisa hasta que toparon con el micro que tenía enganchado.

--Qué bien --acerté a decir.

Quitó el micro con delicadeza y tiró de él para que saliera por debajo de la blusa. El cable serpenteó por mi cuerpo hasta que salió por la espalda.

--Luego hablamos, ¿vale? --me invitó.

Yo asentí con la cabeza y ella se marchó en busca de otro ponente al que colocarle el micrófono.

Charlie Alfa TangoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora