Lágrimas de cristal

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He derramado muchas lágrimas y mucha sangre a lo largo de toda mi cruel y horrible vida. De todo eso, me surge una duda que sigo sin saber responder: ¿por qué me ha tocado vivir tanto sufrimiento? No tengo más que 17 años, y desde pequeña supe cómo se sentía la sangre sobre mi piel.

Sangre que yo misma había hecho salir.

Ya al nacer, maté a mi madre. Minutos después, maté a dos enfermeras y un doctor. Días después, maté a mi padre. Meses después, maté a mis hermanos y hermanas. Un año después, maté a mi cuidadora del orfanato. Dos años después, maté a mis compañeras de habitación. Quince años después... Maté a todas las personas que realmente me importaban.

En mi mísera vida no había más que muerte y lágrimas, una deliciosa combinación a los ojos del Diablo. Una cruel jugada del destino frente a mí. 

Estaba cansada de llorar, tanto, que ya por mucho que quiera no puedo. Mis lagrimales siguen ahí, no se han ido, pero sin embargo han muerto. Son incapaces de producir más lágrimas, quizá por miedo a que me muera deshidratada, quizá por cansancio, quizá por aburrimiento de tanto trabajo.

Lo peor de todo, era que yo no podía morir. Intenté de todo, pero siempre regresaba.

Me tiré por un acantilado, y acabé de pie en la orilla del lago. Me clavé mis propias armas por todo el cuerpo, y mis heridas se cerraron. Me decapité con una guillotina antigua del museo, y mi cabeza regresó a su sitio. Me corté las venas, y se restauraron en menos tiempo del que había empleado en infringirme tal acto de suicidio. 

Por mucho que lo intentara, no podía deshacerme de todo ese dolor. 

Yo misma era de cristal. Todo mi cuerpo era cristal. Mi pelo era blanco, mis ojos azules casi blancos, mi piel parecía nieve, mis uñas parecían nubes. Tocaba algo, lo que fuera, y mi descontrolado ser lo rompía. Miles de cristales diminutos salían disparados de mis manos y no podía hacer nada por evitarlo. 

Comenzaba a asustarme de mí misma. 

Por suerte únicamente para mí, aprendí demasiado tarde a controlar las salidas de cristales de mi piel. Podía retener el mortífero transparente dentro de mi ser, pero seguía sin fiarme de mí. Ya podía acariciar animales sin matarlos, apoyarme en árboles sin hacerlos caer al suelo, tomar alimentos sin destrozarlos. Por primera vez en mi vida, podía sentirme orgullosa. 

Y aun así, seguía negándome a acercarme a las personas. 

Tardé mucho tiempo en aprender que no podía acercarme a nadie, y cuando por fin conseguí controlarme, todas las personas que se preocupaban por mí, que me querían, que me cuidarían hasta la muerte... Ya no estaban. En tales condiciones, era incapaz de ver que ya estaba controlada. Quizás, si alguno de los míos siguiera vivo, podría haber superado todo lo anterior. Pero al no tener a nadie a mi lado, era imposible para mí pasar página. Seguía sin aprender a confiar en mí misma.

Entonces, llegó ese día... Ese santo día que cambió mi vida por y para siempre jamás.

Llegada

Siempre había estado merodeando por todos los países y villas ocultas. Sin quedarme, siempre pasaba un par de días explorando las ciudades. Pero nunca había pasado por Sunagakure antes. Para mí era un sitio precioso. Encontraba en la arena una belleza sin igual, una calma inmensa, y que no expresaba sentimiento alguno.

Como yo.

No había sonreído nunca en mi vida, ya que no sabía qué era la felicidad. Yo veía gente feliz, sonriendo, riendo, hablando efusivamente con sus amigos y familiares. Y no entendía por qué yo no podía haber nacido como ellos, en lugar de como un monstruo asesino. 

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