En aquella época era feliz. Jugaba plácidamente con Tobías, mi hermano mayor. Nos entreteníamos cuando nos escondíamos y el otro llegaba, para luego salir corriendo y recitar las tan famosas palabras ¨pica¨ o ¨piedra libre¨, perseguirnos hasta el cansancio cuando nos divertíamos con la ¨mancha¨, y brincar y brincar entre las líneas de la ¨rayuela¨.
Todo estaba bien, y me hubiera gustado que siguiera así, pero en la tarde del 24 de marzo de 1976, en el momento que cruzamos la puerta de casa, se escuchó en la radio que unos soldados habían capturado a la presidente electa de aquel entonces Isabel Perón, y que se habían adueñado de nuestra Argentina. De la mano de Videla, Masera y Agosti llegó el terror a nuestro país, tanques y soldados armados se veían diariamente en la ciudad, y uno vivía con miedo a no saber si al día siguiente seguiría con vida. A partir de esa tarde, mamá y papá no nos dejaban salir.
Yo tenía una amiga muy cercana a mí, María era su nombre, y desde que empezó todo el pánico, no volví a tener más noticias suyas. Nunca más supe si ella y su familia estaban bien, no sabía ni siquiera si seguía viva o no. Vivir ya no era un derecho, sino un privilegio, una concesión de que a ti no te tocara morir. Jugaban con nuestras existencias, nos torturaban, desaparecían los integrantes de las familias, ¡hasta parentelas enteras tenían la desgracia de desaparecer! Prohibían libros, músicos, canciones, obras de teatro, juegos, películas, todo aquello que amaba, no podía hacerlo. Aún era joven en ese tiempo, pero me daba cuenta de las maldades e injusticias que ocurrían, la circunstancia me había obligado a entenderlo. Eran momentos desesperados, momentos de infelicidad, sin embargo, Tobías me hacía pasar el día a día como si nada de eso ocurriese. Gracias a mi hermano logré afrontar mejor de lo que debería aquella etapa de la Argentina. Aunque él no lo demostrara, sé que lo hacía para protegerme, para que tuviera una niñez y adolescencia normal, sin ver la versión distorsionada de lo que los soldados llamaban ¨vida¨.
Al pasar un par de años, en el verano del 1979, yo con 16 años de edad, decidí escaparme. No sé por qué, no me acuerdo cómo, pero salté de la ventana de mi casa y salí corriendo tratando de que los militares no me encontraran. Esquivaba todas las esquinas y lugares en los que ellos pudieran estar, sentía adrenalina pura, pero también una preocupación demasiado grande, ¿qué pasaría si me descubrían? ¿adónde me llevarían? ¿Iría a parar a las famosas ¨salas de tortura¨? ¿Me matarían? Traté de dejar de lado estas preguntas en mi cabeza mientras continuaba corriendo, nunca paré de moverme. No sabía a donde iba, sólo continuaba a donde mis pies me llevaban. Me acuerdo que sentía la suave pero devastadora brisa en mi rostro, con aquel aroma lleno de páginas vacías y un futuro negligente, perfumadas con la sal de las lágrimas de los niños y de los padres que perdieron a sus hijos, y una emanación de muerte que perforaba mi mente y alma al recordar que dejaba a mi familia atrás, emprendiendo un nuevo camino. Lo admito, probablemente estaba cometiendo un error y tenía miedo, mucho miedo, pero en aquel entonces, uno aprendía a llevarse bien con él, ya que se lo sentía siempre, en todo momento y en todo lugar. No importaba qué tan seguro nos dijeran que era el sitio, ni cuán libres nos dijeran que éramos, ellos nos mantenían atados al suelo con cadenas invisibles de inseguridad, cortándonos las alas con cuchillas de mendacidad, sin dejar que avancemos, porque eso era lo que nos hacían, nos mentían y nos hacían creer y ver lo que ellos querían que viéramos. Cambiando completamente nuestras creencias y valores morales. Estaba tan metida en mis pensamientos que no me había dado cuenta que al doblar en la esquina se hallaba un grupo de soldados capturando a jóvenes que no estaban en sus hogares. Ellos me habían mirado. Tardé un poco en procesar la nueva situación, pero enseguida salí corriendo en dirección contraria. De pronto visualicé un posible escondite, un callejón, y sin pensarlo dos veces, ya estaba dentro de él. Me metí entre dos grandes cajas, tapada con unas bolsas negras que me camuflaban un poco. Me obligaba a controlar mi respiración agitada y a calmar los latidos de mi inquieto corazón, hasta que poco a poco se fueron haciendo regulares. Después de un silencio muy corto a mi parecer, se escucharon pasos. Eran fuertes, decididos, demostraban ser de un soldado, y mi órgano impulsor de sangre, empezó a bombearla rápidamente de nuevo. El hombre revolvía las bolsas del frente, y comenzó a acercarse a mí. Lágrimas silenciosas salían desesperadas de mis ojos, transmitiendo todo el miedo que sentía en cada parte de mis huesos y alma, rezando para que no me encontrase, con la mente en una sola cosa: mi familia. Si esa persona me encontraba, me llevaría con ella vaya saber dónde y me haría cosas que ni las quiero imaginar, nunca volvería a ver a mi familia, a aquella unión que me había apoyado durante tantos años, pero no debía rendirme, no podía rendirme, no ahora que todavía tenía una vida por delante.
De pronto, en la lejanía, se había escuchado un grito, y el soldado dejó de lado toda posible atención sobre mí y se encaminó hacia el dueño de la voz que me había salvado, y le agradecí mentalmente. Nuevamente, se había vuelto a escuchar ese grito. Mi piel se empezó a erizar, mi respiración se cortó totalmente, y mi corazón se paralizó, el tiempo se había detenido, o al menos para mí. Por unos segundos presencié, en lo que parecía ser una cámara lenta, la escena en la que los militares capturaban a mi hermano y lo golpeaban fuertemente con el mango de sus armas, dejándole ver hemorragias en diferentes partes de su cuerpo, si esto le hacían ahora, no quería ni imaginar lo que le sucedería luego. No podía moverme, me había congelado completamente, el llanto aumentó, mi vista se hacía nublosa y trataba de esquivar aquellos ojos jade de Tobías que buscaban mi mirada. No lo resistí más y lo miré fijamente al rostro. Él se encontraba con una sonrisa manchada de sangre y una vista estorbada por su flequillo y unas gotas que demostraban haber sollozado de felicidad al saber que yo estaba bien. En ese momento, me había golpeado, como si de una bala se tratase, el sentimiento de culpa.
Mi último recuerdo de él fue cuando se lo llevaron dentro de aquella camioneta blanca y moviendo sus finos y cortados labios que recitaban unas sabias y eufóricas palabras: ¨vive, lucha, crea tu propia libertad¨. Se cerraron las puertas del vehículo, se cerró mi camino hacia él, y la furgoneta desapareció en la lejanía, llevándose en ella una parte de mi vida, robándome mi grito más potente, la voluntad que me hacía más fuerte, el pilar en donde me sostenía, mi hermano, el único que me protegía como si de oro se tratase, se había ido.
Al regresar a casa el día no había hecho más que empeorar. Al ver el picaporte de la puerta roto, como si lo hubieran forzado para poder entrar, vino a mí la desesperación. Cuando crucé la abertura vi cómo las sillas estaban tiradas en el piso, algunos de nuestros platos de porcelana se encontraban quebrados por distintas partes de la habitación y el cuadro de nuestra familia tirado en el piso. Eso demostraba que alguien había aparecido en mi casa. Busqué exasperadamente a mis padres, y no los encontraba por ningún lugar. Fui a su habitación y allí sobre la cama, se encontraban sus cuerpos fríos, sin una gota de alma, sin vida. Y lo único que hice esa noche fue velar, sollozando, pidiéndole perdón a alguien que ni si quiera sabía si me podía escuchar, culpándome eternamente por todo lo sucedido.
Lo años iban pasando y yo esperaba que se hiciera justicia, que esas personas causantes de tanto sufrimiento a nuestro país desaparecieran, que la gente se levantara sin miedo a buscar lo que deseaba, a crear la Argentina que todos queríamos, que anhelábamos, aquella que desapareció en manos de los soldados. La dictadura seguía igual, y peor, más personas desaparecidas deseando volver, más personas muertas divulgando su espíritu por las calles gritando sus lamentaciones y recitándoles maldiciones a los militares, más personas torturadas dejándonos ver los huecos en su perforado y fuerte cuerpo, más personas vacías, sin un brillo en sus ojos, ni pensamientos democráticos, perdiendo cualquier tipo de esperanza en la creencia de poder ser nuevamente libres.
Y esto no bastó, no fue suficiente. En 1982, los gobernantes de ese momento, decidieron hacer una guerra contra Inglaterra. ¿El motivo? Recuperar las Islas Malvinas. Muchas personas se creyeron ese “cuentito”, pero yo sabía que esa contienda sólo se realizaba para ocultar todas las maldades que habían hecho. Mandaron a chicos de 18 años, sin experiencia en armas, sin saber alimentarse, sin saber cómo debían vestirse, completamente desvalidos. Muchachos que todavía no habían cumplido su mayoría de edad, llevados a un lugar en donde les esperaba la muerte segura, entregados a los ingleses como si se tratasen de comida para los lobos. Estaban expuestos en un territorio enemigo, frente a un rival muy potente. La guerra finalizó a favor del país contrario, dejándole a la Argentina aún más desapariciones.
Y así llegó 1983, recuperamos nuestra democracia, estábamos empezando a ser libres nuevamente. Pero no era lo mismo. La vida me enseñó que muchas veces las personas se alejan de uno, a veces por buenas, y otras por malas razones o situaciones, pero al fin y al cabo, se terminan yendo. Es por eso que hay que decirles a las personas que te rodean, aunque sea de vez en cuando, lo importante que las consideras para ti, porque en algún momento, se irán. No sabrás cuándo, ni dónde, o en qué instante dejaron de tener la relación que tenían, y te sentirás mal cuando eso ocurra. Así que vive, para amar y proteger con entusiasmo. Lucha, por tus sueños y metas más profundos. Busca tu propia libertad, crea y decide tu propio camino, y si es necesario nadar contra la corriente, hazlo, no dejes que porque una persona traiga puesta una armadura de oro vaya a quitarte tu futuro. Esa es mi esperanza. Eso es lo que aprendí. Eso es lo que me ayudó a afrontar varias etapas de mi vida. Eso, eso es mi credo
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Metamorfosis del dolor
Short Story....... No sabía a donde iba, sólo continuaba a donde mis pies me llevaban. Me acuerdo que sentía la suave pero devastadora brisa en mi rostro, con aquel aroma lleno de páginas vacías y un futuro negligente, perfumadas con la sal de las lágrimas de...