Mi vida antes de conocerte, era distinta, no puedo decir que fuera perfecta, pero era mi vida, el centro de ella era yo, lo único que me importaba era mi existencia, y el de nadie más. Hasta que apareciste tú.
Un pecado tan hermoso, tan perfecto y tan real; tu pinta de chico de ensueño me embaucó por completo. Jamás ni en cien mil años hubiera pensado que eras un muerto viviente; un ser con vida, pero sin alma y sin corazón. Eras mi pesadilla, mi tentación, mi deseo y el dueño de mi corazón.
La primera vez que supe lo que realmente eras, no fue casualidad, tú lo tenías todo fríamente calculado; siempre fuiste así, nunca dejaste que nada se te escapara de las manos. Eras un ser tan metódico, tan controlado, que me sorprendió darme cuenta que me había enamorado de ti.
Te aprovechaste de ello, tomaste todo lo que te interesaba, y más, te entregue mi cuerpo, mi corazón y mi alma. Nunca pensé que jugarías conmigo de una manera tan brutal, tan dolorosa y deliciosamente cruel.
Un día viernes, viniste a casa, no había nadie, nunca lo hubo, siempre estaba sola. Te acercaste a mí como siempre, me besaste, tus labios de seda recorriendo cada centímetro de mi boca, explorándola, saboreándola. Fuiste bajando tus labios hasta llegar a mi cuello dejando en su trayecto una sensación electrificante. Te detuviste allí aspirando mi aroma con bocanadas de aire profundas, tu nariz subía y bajaba y cada exhalación que soltabas entre mis cabellos me dejaba la piel de gallina, causándome cosquilleos y sonrisas bobas; esa parte de mi cuerpo se colocó demasiado sensible, sentía cada caricia, cada beso, cada leve mordisco en la piel incrementado al cien por ciento.
―Delicioso― susurraste con tus labios pegados a mi piel.
Tomaste mi cintura y simulaste un baile lento, un vals, pero con tu rostro aun perdido entre mis cabellos y el espacio entre la nuca y el hombro; me besabas con delicadeza, con fuerza, apretando el agarre y luego soltándolo despacio. Yo reaccionaba a cada accionar tuyo, acoplándome a ti, me movía contigo, me movía por ti como fue desde que te conocí.
Volviste a besar mi cuello, pero esta vez con mayor urgencia, sacándome gemidos de placer; cuando ya había perdido el norte, y no sabía dónde comenzabas tú y terminaba yo, sentí un dolor punzante en el cuello, desgarrándome la piel. Proferí un leve gemido, que hizo que me pegaras más a ti.
Sentí brotar la sangre de la herida, pero no me importó, acercaste tus labios nuevamente y bebiste de mí, succionando ansioso cada gota de mi ser, tus sedosos labios sobre mi piel, tu lengua subiendo y bajando lamiendo cada parte de mi cuello, era una sensación estremecedora y tan placentera que me entregué por completo a ti buscando más, pidiendo más, ansiando más.
Desde aquella noche, cada día fue igual, tú me buscabas y yo me entregaba, no me importaba quien fueras en realidad o qué fueras, mientras me necesitaras allí estaría para ti, siempre fiel a ti.
Pero un día todo cambio, ya no éramos solos tu y yo; apareció aquella mujer, una morena tan ostentosa que no me extrañó que te fijaras en ella, desde el momento que la viste cruzar el umbral de la universidad supe que todo entre nosotros había terminado.
Dejaste de buscarme, cada que iba a ti, me alejabas con palabras duras, oscas y crueles. No comprendía, o simplemente no quería comprender, que tú, de la noche a la mañana ya no me amaras. Siempre pensé que nuestra relación era algo más que sexual, que había algo de amor inmerso en ello, pero tal parece que el sentimiento nunca fue mutuo, por más que en un principio pensara que lo fuera.
A las casi cuatro semanas de estar así, cansada de dar sin recibir, sin encontrar un motivo, una razón para seguir aquí, tome la decisión más loca que jamás se me habría ocurrido.