DE LO SUCEDIDO EN LA GRAN CIUDAD

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No he de ser el primero ni el último en enamorarme de la novia de mi mejor amigo. Y sin embargo, no habría sido capaz de desear su muerte para intentar conquistar a esa mujer.

El desenlace de Daniel nos sorprendió a todos. La forma inesperada en la que su corazón dejó de latir no nos dio siquiera tiempo para asimilar su partida.

Yo siempre pensé que la muerte era exclusiva para los ancianos, para aquellos que ya habían soportado ver cómo sus mejores años se esfumaban, cómo su piel se marchitaba con las huellas que la experiencia deja, y cómo sus ilusiones de juventud eran reemplazadas por la crueldad de la realidad.

No me sentía cómodo con la idea de aceptar que los jóvenes también podemos ser presas de la muerte, que somos sus víctimas favoritas debido a la ingenuidad de nuestra alma, y que las lágrimas de los allegados resultan ser más amargas cuando la persona que se encuentra dentro del ataúd es alguien que apenas llegó a vivir veinticinco años.

Él fue mi mejor amigo desde la época del colegio. Esa amistad nos llevó juntos a la misma universidad y a estudiar la misma carrera.

A pesar de ser tan diferentes en nuestro modo de pensar y de actuar, la gente decía que nos complementábamos, pues mientras él se interesaba más por la fiesta y los excesos, yo procuraba concentrarme en el estudio y obtener las mejores calificaciones. Él me invitaba a sus celebraciones, donde abundaban el alcohol y las mujeres, y en correspondencia yo lo ayudaba al momento de estudiar para los exámenes, en los que él en muchas ocasiones prefería hacer trampa.

Así era Daniel; le gustaba la bebida, las relaciones de una noche y de vez en cuando drogarse, sin sentir inquietud por el futuro o por las consecuencias de sus actos. Yo lo apoyaba incondicionalmente porque pensaba que ese era mi deber como su aliado en la carrera de la vida.

—¿Por qué son amigos siendo tan diferentes? —alguna vez me preguntó alguien.

—Un amigo de verdad acepta al otro como es, sin intentar cambiarlo —respondí sin vacilaciones.

Nunca me di cuenta de que él fue el único amigo que tuve.

Su compañía era tan grata que jamás me preocupé por ampliar mi círculo de amistades; con él me bastaba. De todas formas yo era torpe para hablar con las demás personas, debido a mis problemas de confianza. Ninguna de las mujeres que Daniel me presentó como recompensa por ayudarlo en los deberes de la universidad se fijó en mí; no por ser feo físicamente —no me consideraba así—, sino porque al momento de querer decir algo inteligente lo único que hacía era convertirme en un mar de nervios. De esa forma las alejaba más rápido de lo que tarda un mensaje de Whatsapp en ser visto.

De todos los presentes en el funeral la más afligida parecía ser Valentina, la novia oficial de Daniel.

¿Quién no se ha enamorado de una mujer prohibida? ¡Cuántas veces oculté mis sentimientos hacia ella por respeto a mi mejor amigo! En incontables ocasiones tuve que verlos abrazados y alegres, besando sus bocas y compartiendo su saliva, en tanto yo sólo me dedicaba a observar y procurar que nadie los molestara en medio de sus encuentros.

—¡Si yo pudiera besar su boca al menos una vez! —suspiraba.

Valentina no se separó del ataúd ni por un instante; sus ojos no se apartaron del rostro pálido del cadáver, ni dejaron de observar el aspecto tranquilo que los empleados de la funeraria le dieron al cuerpo. Sin embargo, aunque su mirada sólo pudiera estar pendiente de las facciones templadas de quien fuera su amado en vida, había que aceptar que en esa caja de madera solamente se hallaba una masa de carne inerte y que el alma de Daniel ya se había marchado.

LA MALDICIÓN DE SOFÍA: Cuando los amores del pasado te persiguenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora