DE LO SUCEDIDO EN LA GRAN CIUDAD II

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Pasaron los días sin novedad alguna. El tiempo parecía haberse detenido tras la partida de mi mejor amigo. Cada hora y cada minuto se hicieron exactamente iguales al otro, sin ningún acontecimiento que me liberara de pensamientos deprimentes y opresivos. Ahora era yo quien deseaba morir, pues al comprender que mi único amigo ya no vivía, era preferible estar muerto a tener que seguir existiendo en un mundo sin amistad, sin nadie con quién compartir tus triunfos y enfrentar tus fracasos.

La depresión me impidió regresar a la universidad. Mi única entretención era el Internet, como la de muchos solitarios que pretenden aislarse del mundo. Llegué a tener fantasías sexuales con una chica que había visto en un video porno.

Como complemento del tedio y la rutina, Valentina no llamaba a mi número.

¿Por qué no llamarla yo? Porque estaba convencido de que esa chica no deseaba escuchar mi voz perturbada y mis incómodos silencios al otro lado del teléfono.

—Hay que olvidar que alguna vez ella existió —pensé, recostado en un sofá en medio de la oscuridad—. Después de todo, el único motivo por el que de vez en cuando nos veíamos en persona era Daniel. Ahora que él está muerto, lo más seguro es que haya eliminado sin remordimiento mi número y esté rehaciendo su vida sin siquiera recordar que existo.

Vivía solo. Mi madre residía junto con mi hermana menor en un edificio lejos del mío; papá había muerto años atrás. Me gustaba la música clásica; la escuchaba cuando me sentía más deprimido que de costumbre. Por eso el único electrodoméstico encendido en mi apartamento era el equipo de sonido.

Retumbaba en mis oídos el Concierto para piano n.º 1 de Chopin, Romanza.

Aquella melodía me hizo cerrar los ojos y transportar mi memoria al último día que vi a mi mejor amigo con vida. A diferencia de la música de Chopin que ahora me acompañaba, el género predominante esa noche fue la música electrónica.

Cuando mi amigo murió, el coro de Komodo, de Mauro Picotto, era canturreado por todos los asistentes a la fiesta, ya desplomados en el suelo por culpa de la borrachera y los abusos de las drogas sintéticas.

Antes del inicio de la fiesta final de Daniel, aquel viernes se desató la lluvia a lo largo y ancho de la ciudad. El clima estaba acorde con mi estado de ánimo.

—Viernes de nuevo —odiaba ese día de la semana, tal como la gente normal odia los lunes—. Otra vez Valentina y Daniel se van a divertir mientras yo me pudriré otro fin de semana encerrado en esta guarida.

Odiaba no poder ser tan feliz como los demás.

Ya me había resignado. Preparé palomitas en el microondas, puse junto a mi cama una botella grande de refresco gaseoso (no me alcanzó el dinero para comprar unas cervezas) y descargué un par de películas de Internet. Tal vez me masturbaría a medianoche, y así finalizaría mi gran noche de viernes. El sábado y el domingo haría lo mismo.

—¡Brindo por el tedio! —alcé mi botella de refresco y le di un largo trago a la bebida de color negro.

A las siete de la noche sonó el teléfono. Imaginé que quien llamaba era mi madre para preguntarme cómo estaba, si había comido bien y si todavía me encontraba con vida. Oprimí la pausa en mi ordenador y levanté la bocina del teléfono.

—¿Diga?

—¿Qué está haciendo? —me preguntó la voz de Daniel. El ruido de una estridente música no me dejaba escucharlo con claridad, pero ya sabía lo que me iba a proponer.

—Veo una película —contesté con la garganta pastosa y las palabras atragantadas.

—¿No se ha dado cuenta de que es viernes? Es el último día de esclavitud de la rutina, es el inicio del fin de semana. ¡Hay que celebrarlo! No lo desperdicie ahí encerrado.

LA MALDICIÓN DE SOFÍA: Cuando los amores del pasado te persiguenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora