Tormenta

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Sus ojos azul oscuro se perdían más allá de la ventana, mirando ese gran patio trasero cubierto de flores y extensa vegetación, su mirada claramente posada sobre las dos criaturas que corrían entre risas por los setos, perdiéndose en los senderos, descubriendo nuevos tesoros que más tarde, orgullosos, correrían a enseñarle con los ojitos llenos de ilusión y vida.

Sus niños, desde que nacieron ella se había encargado de alimentarlos, protegerlos, educarlos y juntos habían crecido sin apenas prever la gran desigualdad social que había entre ellos. El joven Alexander, tan inteligente y despierto, con los cabellos castaños y los ojos de un color verde intenso, estaba destinado a ser un gran señor y heredar el condado Swan mientras su pequeña, Stella, no era más que una bastarda fruto de los caprichos de un lord.

Al mirarlos sonreía sin poder evitarlo, adoraba a Stella con todo su ser, era su hija, sangre de su sangre, sus hermosos ojos azules, su sonrisa coronada por esos pequeños hoyuelos encantadores y sus cabellos castaños que caían en bucle sobre su espalda la hacían la más hermosa de todas las criaturas a sus ojos, adoraba también a su pequeño señor que jamás la había mirado con maldad sino con un inmenso cariño y una ternura infinita. Sus niños, los mismos que día tras día le recordaban que su vida no podía haber sido mejor.

Perdida en sí misma mirándolos no se dio cuenta de que, a su espalda, su señora hacía ya un rato que la observaba. Clarke, con una sonrisa, contemplaba sin emitir sonido alguno a esa muchacha que desde hacía cinco años se había convertido, junto a sus doncellas, en una fiel amiga y confidente y no solo eso sino que gracias a ella Alexander había sido alimentado y crecía sano, fuerte y feliz.

Se acercó a Alice llamando su atención con un leve carraspeo y esta, al ver a la condesa ante ella, hizo una breve reverencia para justo después echarse a reír las dos, mirando en silencio como sus hijos jugaban en perfecta armonía.

Desde hacía ya unos años, Alice conocía el secreto de su señor, el por qué no pudo engendrar un hijo natural. Secreto que guardó con celo pues no podía imaginar ya su vida lejos de esa casa, lejos de ese pequeño al que alimentó y vio crecer junto a su niña. Formaban, sin pretenderlo, una extraña estampa familiar ya que tanto Clarke como Lexa aceptaban a la pequeña Stella sin tapujos y sin hacer diferencia alguna entre ella y su pequeño Alexander.

-Míralos, que rápido van creciendo... Pronto tendremos que ir con mil ojos con sus diabluras

-No lo creo mi señora, son muy buenos niños

-Pero niños al fin y al cabo

-¿Cuándo vuelve el señor?

El rostro de Clarke cambió de forma casi imperceptible mas Alice se dio cuenta de ese hecho, apretando con cuidado el brazo de su señora y apoyándola en silencio.

-No lo sé, aun no he tenido noticias suyas

-No temáis, sus negocios absorben a Lexa al igual que intentar mantener su tapadera, pero siempre tarde o temprano vuelve a vos

-Ya lo sé... Creo que saldré al jardín con los niños, hace un tiempo magnífico

Alice, que ya conocía a su señora a la perfección, comprendió que esta necesitaba apagar la nostalgia que sentía tan lejos de su amada junto a los niños y, con un gesto de asentimiento, se marchó para dejarle su espacio. Lexa llevaba fuera más de tres meses y Clarke se movía por la casa como un perro enjaulado desde entonces, refugiándose en los pequeños porque estos, con su inocencia infantil, eran los únicos que conseguían regalarle sinceras sonrisas.

Clarke entró en el jardín suspirando, sus ojos empañados en lágrimas, buscando el banco bajo el manzano, su lugar favorito, para sentarse y contemplar como los pequeños corrían hacia ella riendo con mil flores en las manos, flores que pronto resultaron ser obsequios para ella pero en ese instante, ni las atenciones de los niños conseguían evitar las huidizas lágrimas mientras apretaba entre sus manos una misiva que había recibido esa misma mañana... Si por lo menos Lexa estuviese junto a ella podría apoyarse en su mujer pero no estaba.

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