capítulo 8

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Aprendí bien pronto a conocer mejor esta flor. Siempre había habido en el planeta del principito
flores muy simples adornadas con una sola fila de pétalos que apenas ocupaban sitio y a nadie
molestaban. Aparecían entre la hierba una mañana y por la tarde se extinguían. Pero aquella había
germinado un día de una semilla llegada de quién sabe dónde, y el principito había vigilado
cuidadosamente desde el primer día aquella ramita tan diferente de las que él conocía. Podía ser una
nueva especie de Baobab. Pero el arbusto cesó pronto de crecer y comenzó a echar su flor. El principito
observó el crecimiento de un enorme capullo y tenía le convencimiento de que habría de salir de allí una
aparición milagrosa; pero la flor no acababa de preparar su belleza al abrigo de su envoltura verde.
Elegía con cuidado sus colores, se vestía lentamente y se ajustaba uno a uno sus pétalos. No quería salir
ya ajada como las amapolas; quería aparecer en todo el esplendor de su belleza. ¡Ah, era muy coqueta
aquella flor! Su misteriosa preparación duraba días y días. Hasta que una mañana, precisamente al salir
el sol se mostró espléndida.
La flor, que había trabajado con tanta precisión, dijo bostezando:
—¡Ah, perdóname… apenas acabo de despertarme… estoy toda despeinada…!
El principito no pudo contener su admiración:
—¡Qué hermosa eres!
—¿Verdad? —respondió dulcemente la flor—. He nacido al mismo tiempo que el sol. El principito
adivinó exactamente que ella no era muy modesta ciertamente, pero ¡era tan conmovedora!
—Me parece que ya es hora de desayunar — añadió la flor —; si tuvieras la bondad de pensar un
poco en mí...
Y el principito, muy confuso, habiendo ido a buscar una regadera la roció abundantemente con
agua fresca.
Y así, ella lo había atormentado con su vanidad un poco sombría. Un día, por ejemplo, hablando
de sus cuatro espinas, dijo al principito:
—¡Ya pueden venir los tigres, con sus garras!
—No hay tigres en mi planeta —observó el principito— y, además, los tigres no comen hierba.
—Yo nos soy una hierba —respondió dulcemente la flor.
—Perdóname...
—No temo a los tigres, pero tengo miedo a las corrientes de aire. ¿No tendrás un biombo?
"Miedo a las corrientes de aire no es una suerte para una planta —pensó el principito—. Esta flor
es demasiado complicada…"
—Por la noche me cubrirás con un fanal… hace mucho frío en tu tierra. No se está muy a gusto;
allá de donde yo vengo…
La flor se interrumpió; había llegado allí en forma de semilla y no era posible que conociera otros
mundos. Humillada por haberse dejado sorprender inventando una mentira tan ingenua, tosió dos o tres
veces para atraerse la simpatía del principito.
—¿Y el biombo?
—Iba a buscarlo, pero como no dejabas de hablarme…
Insistió en su tos para darle al menos remordimientos.
De esta manera el principito, a pesar de la buena voluntad de su amor, había llegado a dudar de
ella. Había tomado en serio palabras sin importancia y se sentía desgraciado.
"Yo no debía hacerle caso —me confesó un día el principito— nunca hay que hacer caso a las
flores, basta con mirarlas y olerlas. Mi flor embalsamaba el planeta, pero yo no sabía gozar con eso…
Aquella historia de garra y tigres que tanto me molestó, hubiera debido enternecerme".
Y me contó todavía:
“¡No supe comprender nada entonces! Debí juzgarla por sus actos y no por sus palabras. ¡La flor
perfumaba e iluminaba mi vida y jamás debí huir de allí! ¡No supe adivinar la ternura que ocultaban sus
pobres astucias! ¡Son tan contradictorias las flores! Pero yo era demasiado joven para saber amarla".

el principitoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora