La calma invade el barro, mancha los casquillos y reparte duros golpes entre el voyerismo presente, junto a mi, dos compañeros, largas lagrimas recorren sus caras y tras de si una bandera en señal de victoria clavada sobre los escombros de una familia, el ruido de un micrófono mal conectado nos hace girar la mirada y ahí plantado esta el mismísimo demonio dedicando palabras que salen de una mano, de unos hilos que vibran al compás de las explosiones de minas que yo mismo sembré.
Largo tiempo pasa, el discurso acaba y los ánimos se avivan quizás porque ellos también tienen hilos a sus espaldas, me pongo de pie solo para comprobar si seguiremos cuerdos, la sangre de mi uniforme no es mía,mis ideas tampoco parecen serlo y los pasos que doy son programados.
Pero he departir, a unos cuantos kilómetros de esta trágica fiesta me esperan dos manos cálidas, delicados dedos y una mirada clavada.
Paramos en uno de los puntos de avanzada y nos damos cuenta de que los estamos retrocediendo, me sigo preguntando porque no lo hicimos antes, me siento en un banco y distingo un mundo a través de mis ojos donde predomina el color verde y un morado salpicado realza el color de la sangre, el color naranja de sol huidizo deja un riego de calma, los charcos brillan con los últimos rayos, se respira ceniza y pólvora junto al dulce aroma de unas flores de lavanda, los supervivientes saborean galletas rancias mientras ven arder a sus compañeros, la nube de humo negro les hipnotiza.
Y al día siguiente solo queda polvo, pasos que dar y silencios para conversar.