Años antes, yo había escapado de casa y de papá. Lo poco que recuerdo de mi madre es el amor que tenía por viajar. Ella nos hacía visitar frecuentemente lugares históricos, siempre buscaba un nuevo destino para los tres. Nunca le gustó el sedentarismo de New York, lo detestó desde el día que dejó Paris para conocer la ciudad que nunca duerme. Fue entonces cuando conoció a papá. Quedó "hechizado" por la sonrisa de aquella rubia franca. Conocerla supuso para él un cambio drástico en su vida; estaba acostumbrado al encierro de la ciudad que nunca duerme, a ir al trabajo y volver a casa. Era pianista clásico. El día que se conocieron mi madre le vio dar un concierto tocando La Marcha Turca de Mozart. Según papá siempre me contó, mi madre se acercó a él cuando terminó el concierto y le dijo que había estado en muchos lugares del mundo y había oído a decenas de pianistas tocar esa pieza, pero que indiscutiblemente la suya era la más bella.
Desde entonces la siguió a todos lados. Como ella no dominaba bien el inglés, aprendió francés para poder comunicarse bien con ella. A dónde quiera que ella lo llevaba, traía un pequeño teclado consigo para dedicarle las melodías más sublimes. Mi madre siempre le pedía que repitiera La Marcha Turca, pues era su favorita. Lo que más amaba de ella era "su hermoso cabello" lo llevaba bastante largo. Le gustaba "peinárselos mientras hacían el amor" y ver "como sus manos se perdían en ellos".
Cuando mi madre quedó embarazada, papá decidió que lo mejor era dejar la vida de nómadas y asentarse definitivamente en New York, así fue. La casa que antes tenía las ventanas cerradas y tres candados en la puerta se abrió para dejar entrar el sol con la llegada de mi madre. Pusieron unas cortinas amarillas en las ventanas, y compraron un piano de pared que colocaron en la sala.
A mi madre le encantaba fumar. Papá le pidió que lo dejara, aunque sea durante el tiempo que estuviese embarazada. Para distraerla de su vicio, papá le obsequió toda su colección de libros. Tenía novelas, dramas, ensayos históricos, libros de medicina. No fumó ni se embarcó en ninguna aventura hasta el día de mi nacimiento. Ese día, según me contó papá, al llegarle la noticia se sentó en su piano y tocó la Marcha Turca. Cuando me vio por primera vez advirtió de inmediato que había heredado el pelo de mi madre.
Pronto mi madre reanudó sus viajes, nada podía detenerla. El hambre que tenía por conocer el mundo era tan grande, que prefirió llevar a su recién nacida en brazos por doquier que quedarse encerrada en New York. Yo en verdad amé esos días, y los tengo como mis recuerdos más preciados. Amaba ver a mi madre conducir barcos, remar en botes, esquiar en montañas nevadas y ser feliz.
Le encantaba nadar, me enseñó a hacerlo en mis primeros años. A cada lugar que visitábamos teníamos que pasar por un río. Papá no sabía nadar, pero trataba de seguirle el paso a mi madre como podía.
Cuando visitamos aquel pequeño pueblo en Francia fue la primera vez que la vi fumar. Supongo que para entonces reanudó el vicio. Como mis padres se hablaban en francés, fue la primera lengua que aprendí. No se oían los motores de los autos y la gente parecía más alegre. El único humo que se respiraba era el de los cigarrillos de mi madre, cuyas abundantes colillas iba dejando tiradas sobre el pasto verde del suelo, donde no había asfalto. Papá besaba a mi madre en el cuello y ella reía, yo también reía y jugaba en el suelo verde. Yo había de recordar ese viaje para el resto de mi vida.
Tuvimos que volver a New York. Había cumplido seis años y era hora de ir a la escuela, necesitábamos establecernos nuevamente en la ciudad que nunca duerme. Papá me inscribió en una escuela cerca de nuestra casa. Vivíamos en un apartamento en Brooklyn, situado en una calle enormemente larga por la cual había que caminar horas para llegar a una esquina donde estaba el metro, que era el único medio de transporte que se tenía a disposición y cuyo molesto ruido se oía desde nuestra casa, aunque no con la fuerza que se oía en la gran casa donde viví con Erick. Todos los edificios eran exactamente iguales, hechos de ladrillo rojo sin pintar. Para entrar a nuestro hogar era necesario subir por unas escaleras de hierro que estaban en el vestíbulo del edifico en forma de caracol, donde estaba el portero, siempre con una sonrisa y con noticias nuevas. Disfrutaba siempre mirar hacia abajo mientras mi madre me cargaba en sus brazos y ver cómo nos alejábamos más y más del suelo.
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Si Me Fuera a Morir Hoy
RomanceUna actriz porno que se da cuenta que no está preparada para morir.