Cicatrices

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Sherlock estaba saliendo de la ducha.

Después de un caso de una noche buscando llenar el vacío que había dejado John en su vida, terminó con el cuerpo sucio como callejón de Londres y adolorido como músculo de atleta sin calentar.

Decidió dejar secar su torso al aire. Al fin y al cabo, ya no había nadie en ese apartamento con el cual guardar distancias.

Se sentó en su sillón únicamente con un pantalón holgado, extrañando los tiempos con John ahí, sentado enfrente. Extrañando a John.

¿Así se sintió el rubio durante sus años de ausencia?

Apretó sus ojos. Ni siquiera se dió cuenta de cuándo los había cerrado.

Llevó una mano a sus hombros, los cuales nunca volvieron a su relajada postura. Desde esas interminables noches en vela, siendo marcado por un odio extranjero, sentía siempre una tensión sobre ellos.

Como si debiera de estar preparado para otro latigazo, o para otra marca, en cada momento.

Se dejó caer de a poco en ese sillón, desparramando su largo y esbelto cuerpo sobre él.

Si alguien lo viera, diría que estaba dormido. Tenía un aspecto apacible, casi angelical, y su respiración marcaba un lento largo; pero sus pensamientos nunca se detenían, como de costumbre. Ésta vez, quería que se detuvieran.

Todo, absolutamente todo, giraba alrededor de John. Cada pequeño detalle, cada neurona, cada pared de su palacio mental giraba alrededor del médico, ya no sólo la habitación creada especialmente para él, no. Todo.

No, Sherlock no estaba dormido. Estaba pensando en John.

Pensaba en cada pequeño detalle. En su respiración, en cómo había aprendido a acompasar sus cortos pasos a los suyos. En cómo había aprendido a identificar las comidas a las cuales no les huía tanto, y las preparaba más a menudo. Y como resultó que Sherlock lo había empezado a considerar familia. Más que familia.

En un principio, no sabía que era ese sentimiento de paz y calor que lo rodeaba cada vez que estaba cerca del rubio. Era nuevo; era similar a los abrazos de su madre en su infancia, pero había ciertos detalles que no encajaban. John no encajaba.

Cuando regresó de su "muerte", había entendido que era, entendió que era a lo que la gente llamaba "enamoramiento". Lo había entendido cuando su pecho se oprimió al verlo proponerle matrimonio a esa mujer, y más aún cuando se dió cuenta de que sólo quería verlo feliz, aunque ya no fuera en la calle Baker.

A veces, aún se levantaba esperando ver a John en la cocina, leyendo el periódico con una taza de café en mano. A veces, creía verlo, pero sólo era un fantasma. La encarnación de su esperanza.

Pero sabía que no estaba ahí, y que ya no lo estaría después de Mary y su hija. Ya no estaría como antes, ni como Sherlock quisiera. Ya nada era como antes, y todo por culpa de James Moriarty.

Había desaparecido esos dos años para mantener a John a salvo, para darle un mundo más seguro a él, al fin y al cabo, John era un soldado; y eso era lo que John esperaba de él, que aprendiera a ser más humano. Durante seis meses fue torturado de mil formas, soportando latigazos, hierros al rojo vivo, risas, golpes; comida con-Dios-sabe-qué en ella, o noches sin comer. Todo lo soportó, sólo con el consuelo de John, de pensar que todo eso era por y para él, y de poder decirle a John lo que sentía por él cuando regresara. John era su tabla.

Incluso John siguió siendo su tabla después de la boda, y esperaba que John supiera que podía ser la suya siempre que lo quisiera.

Oh, Sherlock, él lo sabe.

J h o n l o c kDonde viven las historias. Descúbrelo ahora