La alarma del reloj. Las seis y media de la mañana. Cepillo de dientes, pan con mermelada, remera y buzo porque el clima así ordena. Cierro la puerta y mi sombra se alarga con el sol de la mañana. Buenos Aires se alza una mañana más, otro preámbulo del descanso que nunca llega.
El arroyo que es Sucre desemboca en ese mar que es Cabildo. Fuera del bolsillo, la SUBE. Otra vez apurado, los escalones se acortan y los pies se atropellan. Molinete, andén, subte. Muerto de sueño me desmayo en el asiento. Igual que siempre.
Un leve sonido me despierta finalmente, siete y dieciséis, mensaje. Sé quién es, mejor no darle cabida. La pantalla se apaga para volverse a prender, siete y diecisiete. ¿Qué quiere ahora?
Celular desbloqueado, una sola mirada y ya entiendo todo. Francisco vuelve a invitarme, no importa adonde, no voy a ir pero la duda acecha. Pobre de él que espera que vaya y yo puedo, pero no quiero ir. Respuesta simpática, carita, eufemismo. Igual que siempre.
Corriendo como loco llego al colegio, solo para que la preceptora me mire con ojos que gritan sos boleta y me clave un tarde en la planilla. Ni Flash llega siete y media al microcentro, pero a ella le importan más los bizcochitos marca tu vieja que mi boletín. La frustración se evapora frente a Feigenbaum que me mira como a un criminal. Justo a su clase tenía que llegar tarde.
Las horas pasan y el bardo que es mi división le hace la vida imposible a un desgraciado tras otro, hasta que el timbre firma la tregua entre el alumnado y sus docentes. Y es que esa es una de las pocas cosas en las que están de acuerdo ambos bandos, que el mejor momento de las clases es cuando no hay más clases.
Salgo con Tomás y llegamos al subte en un instante. El calor bajo tierra me hace sacarme el buzo. Nuestra conversación raspa todos los temas posibles pero no trata de ninguno. Trata de matar el tiempo de túnel. Igual que siempre.
Mi casa me recibe como un abrazo y mi cama como un beso del cielo. Pero en pocos minutos me despierta la pantallita que ilumina a través del bolsillo. Mensaje de León.
Me pide apuntes de qué, quién, cómo, los busco ya, respuesta enviada, en mi mochila, foto y enviar. Carita feliz.
No sé por qué pero siempre me pide las cosas del colegio, y eso que no soy un alumno diez. Pero igual se los paso, qué pierdo con hacerlo. Nada, igual que siempre.
Me morfo unas galletitas y con algo de energía me siento frente a la compu. Por suficiente tiempo me sumerjo en una guerra de fantasía, en un país que existe solo en esta pantalla pero que se siente real, más real que la realidad a veces. Y rifle en mano me acuerdo, la tarea de Feigenbaum. Saco la carpeta y descontrolado copio y analizo oraciones. No sé bien para qué. Tal vez para no 'terminar abajo de un puente' como dicen los pibes.
La cena se termina en unos minutos. Las palabras son volutas de humo delgadas que se deshacen en la boca, como se deshace en el aire el humo de cigarrillo. Mi viejo tiene que seguir laburando, mi vieja tiene que organizar no sé qué y yo tengo que analizar cinco oraciones más. Lavo mi plato y tiro las colillas que quedaron en la mesada. Analizo y ya hacia el final, honestamente, mando fruta. Me lavo los dientes y me vuelvo a reunir con mi cama.
Abro los ojos en el estrado y miro a mi alrededor. La corte entera espera mi declaración. Pienso una defensa pero las palabras se mueren de la vergüenza. Así que miro al cielorraso y tomo el valor necesario. Me declaro culpable.
Culpable de repetir una y otra vez mis errores.
Culpable de no decirle a Fran que para mí es un boludo, aunque pueda no gustarle. Culpable de no hablarle a Tomás de lo que me importa, aunque pueda no gustarle. Culpable de no confesarle a León lo que siento por él, aunque pueda no gustarle. Culpable de no pedirle a mis viejos que dejen de una vez el tabaco, aunque pueda no gustarles.
Culpable de vivir intentando complacer a todos, menos a mí.
La alarma del reloj. Las seis y media de la mañana. Cepillo de dientes, pan con mermelada y remera. Buzo no porque hace calor, como hacía en el subte ayer. El subte de ayer. Vuelvo a mi cuarto, mis papás todavía duermen pero pronto se van a despertar. Tomo el celular y este me ilumina. Que la preceptora se quede con sus bizcochitos porque hoy firmo mi amnistía, mensaje a mensaje.
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Lux
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Relatos porteños
Non-FictionUna serie de relatos en una ciudad más, una ciudad como cualquier otra y sin embargo única. Una oda a los héroes del asfalto, a los que miran todos y a los que no mira nadie. Calles que sirven de frontera entre la realidad y la ficción. Esa fuente d...