Todo lo que hacemos, por mínimo que sea, de algún modo nos determina. Y algo de todo eso nos puede llevar a la cima…o a la irrevocable ruina.
La primera vez que había visto a Ernesto Bernachea el corazón se me encogió por completo. Sentí por él ese tipo de cariño que se padece automáticamente, sin necesidad de conocer a la persona. Cada vez que lo veía, un escalofrío me recorría por la nuca. Quería abrazarlo, darle un beso en el cachete y decirle que no se preocupe, que todo estaría bien, pero mi conciencia no me dejaba hacerlo. Quedaría como un loco o, peor aún, como un ladrón si ingresaba a su casa sólo para abalanzarme sobre él y apretujarlo por unos minutos, si era que podía hacerlo antes de que me dieran un golpe por ver a un desconocido.
Ese día, el que me topé con él por primera vez, había salido más temprano de la facultad. En la calle no había nadie. Todos estaban trabajando o durmiendo la siesta con el aire acondicionado, seguramente, a 16 grados, ya que fue uno de los días más calurosos de todo el verano. Cuando pasé por la segunda casa de Tres de Febrero esquina Gaona, mis ojos se posaron de un sopetón sobre los de él. Se encontraba con la mirada fija en un televisor, con los ojos un poco acuosos, de un verde claro, tan claros como los míos. Me detuve con fuerza. Lo miré, y a medida que se me tensaban los músculos de la cara y el corazón se me encogía como un rayito de sol, la flor que se cierra con las sombras, los minutos pasaron sin darme cuenta.
Cuando al fin volví a pisar tierra, miré mi reloj y habían pasado casi cinco minutos. Estuve así, inmóvil, mirándolo, sin que él lo haga. Sus ojos estaban literalmente clavados en la pantalla. Ni siquiera pestañeaba. Era como si estuviera extraviado, como perdido en Marte, al igual que yo mientras lo observaba. Toda mi vida le tuve temor a la vejez, pero nunca había visto a alguien que me dejara noqueado, con una explosión de imágenes galopando en mi cabeza. Me veía a mí mismo, arrugado como él, con verrugas en todo mi cuerpo, como él, con la mirada ya vacía, sin sentido, más muerta que viva, como si mi (su) alma se estuviera consumiendo y ya sólo me (le) quedaran retazos.
Qué mal me había hecho verlo. Un vómito se asomó hasta mi garganta, pero pude atajarlo antes de que lo tuviera que escupir. Sólo faltaban 4 cuadras para llegar a mi casa, pero el camino se me hizo interminable. Estaba con la cabeza comprimida, como si hubiera leído un libro de matemáticas de 500 páginas en una hora. Tampoco pude dormir la siesta. Centré mi vista en la lámpara que colgaba de mi techo, aunque en realidad ni le estuviera prestando atención. Toda mi mente estaba ocupada por él, por su vida que se desmoronaba, por todos los sueños que ya tenían fecha de vencimiento y que la tristeza en sus ojos demostraban que no los había podido cumplir. ¿Por qué todo tenía que terminarse algún día? ¿Qué sensación sentirá ese hombre que sabe que ya tiene los días contados y que nada podrá darle una segunda oportunidad para hacer aquello que ya no hizo? El estómago terminó por cerrárseme del todo. Tenía que verlo nuevamente. Tenía que ser su amigo y decirle que, seguramente, alguien estaba feliz por su existencia. Incluso yo sería feliz si sabía que él se iba de este mundo con una sonrisa.
Y lo hice. Al día siguiente me desperté pensando en él. Era sábado, por lo que no tenía que trabajar ni ir a la facultad –qué lindo era saber que por un día no eras esclavo del sistema, ¿o era necesario que tengamos dos días libres para que puedan seguir usándonos sin que colapsemos antes de los 70 años cuando ya el tiempo estaba en contra?-, así que decidí pasar por la casa de Ernesto y tratar de que esta vez me vea, para intercambiarle una sonrisa o algo que pueda darme la posibilidad de entablar una conversación. Pero cuando miré por su ventana, se me ocurrió una idea mejor. En su mesa se encontraba, a medio comer, una porción de cheesecake. Ernesto estaba en la misma posición que ayer, con los ojos aún más acuosos y era como si hubiera identificado una nueva verruga en su pecho descubierto.
Fui hasta la frutería y compré arándanos, frutillas y frambuesas. Luego pasé por La Proveeduría de Villa Sarmiento y compré galletitas de vainilla, queso crema, huevos, esencia de vainilla y azúcar impalpable para que el postre quede más suave. Y el mismo me salió a la perfección. Lo había preparado con la mayor delicadeza. Si no podía darle una felicidad duradera, que por lo menos disfrute de la mejor forma posible por unos minutos. Después de colocar el postre sobre una base de cartón dorada, caminé hasta su casa, mientras imaginaba algunas formas de encarar la situación. “Hola, soy Alejandro. Vivo acá a 4 cuadras. Vine a traerte este cheesecake porque te vi muy solo”. Error. Podría enojarse. ¿Qué sabía yo si realmente estaba solo? Tal vez tenía hijos que lo visitaban seguido, nietos que jugaban a su alrededor, una esposa o esposo a quien amaba con todo su corazón. Aunque, a juzgar por el reflejo de sus ojos, nada de esto existía en su vida. Pensar en eso me dio fuerzas para ir y hacer lo que me propuse.
Me detuve frente a su puerta, con la bandeja en la mano. No me atrevía a golpear. Mil voces resonaban en mi cabeza, pero mi cuerpo estaba completamente estático. Afuera el tiempo parecía haberse detenido. ¿Por qué me traía todas estas sensaciones? ¡Era sólo un anciano al que ni siquiera conocía! Me asomé hasta la ventana. Su silla estaba vacía. Sólo colgaba del respaldo su camisa color celeste, la misma que me imaginaba usando cuando fuera viejito. De golpe, escuché algo arrastrarse. Eran sus pies. Venía desde el final de un pasillo de la casa, acompañado por una señora que lo tomaba del brazo. Lo miré, sin moverme. Reaccioné unos segundos antes de que levantara la mirada y me viera en su ventana, y rápidamente me agaché, con la bandeja aún en la mano. Caminé a rastras por el piso y volví a mi casa para escribir una nota. En ella puse: “Le pido disculpas por el atrevimiento. No me animé a dárselo directamente, por lo que se lo dejo en la entrada de su casa. Espero lo reciba de grata manera. No espero nada a cambio. Lo hago de pura cortesía, se lo prometo. Espero que lo disfrute. Soy un vecino que vive cerca de su casa”. Y lo hice. Se lo dejé en su puerta. No me animaba a dárselo. ¿Qué si la mujer se enojaba? Tal vez era su esposa y se sentiría ofendida si le decía que le había hecho ese postre por verlo solo.
Y así fue. El primer día que conocí a Ernesto, y todos los días consecutivos a los que lo visité, Sonia me trató con bronca, mucha bronca. Al día siguiente de mi primera no-visita, pasé nuevamente por su casa. Al principio creí que habían dejado tirada mi nota, pero en realidad era una nueva dirigida a mí, escrita en la misma que yo lo había hecho. “Hola, vecino desconocido. El cheesecake estuvo riquísimo. ¡Y sigo vivo, así que no sos un asesino! Si me animé a comérmelo fue porque prefiero morir disfrutando un trozo de esa delicia antes de cuidar los pocos días de vida que me quedan. Te salió casi tan rico como el de mi hijo. ¡Me gustaría conocerte! Podés pasar en los siguientes horarios: TODO EL DÍA, SI VIVO YA POR VIVIR. Te espero pronto. Ernesto.” Saqué un lápiz de mi mochila y escribí: “Paso esta tarde después del trabajo. Salgo a las 14. Nos vemos. Alejandro.”
Ernesto me recibió con camisa color verde claro, pantalón de vestir gris y zapatos recién lustrados. Olía a perfume, a mucho perfume, y en su rostro se dibujaba una sonrisa de oreja a oreja, aunque se lo notaba un poco nervioso, como alguien que quiere decir algo pero no se atreve. La puerta la abrió Sonia, la señora que lo cuidaba. Ni siquiera me saludó. Me miró con cara de pocos amigos y me dijo: “Ernesto te estaba esperando. Pasá”. Pidiendo permiso, di unos pasos y me detuve. Ella me siguió con la mirada y, con los ojos clavados en mí, cerró la puerta de un golpe. “Vení, sentate. Sonia, ¿nos traés algo para tomar?”, le pidió él, a lo que ella le lanzó una mirada de fuego y se alejó hacia una habitación contigua, que pude ver que era la cocina. “Seguramente traiga té, ¿te gusta o querés otra cosa?” Estrechándole la mano, le dije: “Está bien. Me gusta el té. Me presento. Mi nombre es Alejandro. Vivo a unas cuadras de su casa”.
El día pasó volando. Ernesto, luego de presentarse, volvió a invitarme a que me siente. Sonia apareció unos minutos después con una bandeja cargada de una tetera, dos tazas y un plato con bizcochitos, con la misma cara que me había recibido. Se quedó unos instantes a nuestro costado antes de que Ernesto le pidiera que se vaya a hacer las compras, a lo que ella le dijo: “Si necesita algo, sólo marque el 1 en su celular. Ya puse mi número como marcado rápido”, y me penetró una vez más con sus oscuros ojos. El viejo largó una carcajada, y me dijo que ella siempre fue sobreprotectora, que desconfía mucho de la gente, que no lo tome personal. Pero tengo que admitir que sentí una paz interior cuando se fue.
Aquel día, como varios más después, hablamos durante horas. Él se reía mucho, se notaba que disfrutaba de mis visitas. Sonia, en cambio, parecía odiarme cada vez más. Ni siquiera me saludaba. Él sólo le pedía que hiciera algo para que nos deje solos, y yo se lo agradecía, largando un suspiro. Tuvimos varios días de charlas graciosas antes de que llegue una que me dejara en silencio, atravesado por una ráfaga de tristeza. “Seguramente me viste solo, muy solo, ¿no?”, empezó preguntándome, a lo que nada más moví la cabeza afirmándoselo. “Te lo agradezco. Realmente, estoy muy solo (largó una risita). Sonia me acompaña desde que mi hijo me abandonó”. Lo sabía. Estaba seguro que lo había hecho. ¿Cómo era posible dejar a una persona sola, y sobre todo a tu padre, que ya está transitando los últimos días de su vida? ¿Realmente puede existir alguien sin corazón? ¿O, en realidad, Ernesto había hecho algo tan grave que se merece que lo abandonen? ¡Pero qué tan grave pudo haber hecho para dejarlo solo y no perdonarlo por lo menos en su final! “Preguntá, dale. Preguntame por qué ya no viene a verme” Y lo hice. La pregunta salió de mi garganta automáticamente, sin titubear. “Hice algo terrible. De verdad me lo merezco” Entonces, sólo lo abracé. Lo apretujé unos minutos, y Ernesto rompió en sollozos. “Todo está bien. Yo lo perdono”, le dije y su llanto aumentó. En eso, entró Sonia. Nos miró, y ni siquiera preguntó qué era lo que pasaba. “¿Te podés ir?”, me dijo.
Claramente, no creo que sea necesario afirmar, pero de todos modos lo hago: todo el día pensé en lo que Ernesto me había dicho. No pude preguntárselo. Se lo notaba realmente arrepentido. Ya no tenía tiempo de superar lo que hizo (¡qué es lo que hizo!). Me propuse a averiguar, primero, quién era su hijo, para ver si de esa manera podía saber qué pasó sin preguntárselo directamente. No quería que tuviera que revivir el hecho al contarlo. Cada vez que iba a algún lugar donde concurran vecinos del barrio, como la verdulería o el almacén, trataba de entablar relación con alguno de ellos. La verdad es que no conocía a nadie. Nunca recorría el barrio. Mi único trayecto era desde casa al trabajo, además de que no soy una persona a la que le resulte fácil simpatizar con el resto, así que la tarea que me propuse de conseguir información en conversaciones espontáneas me costó muchísimo. Pero lo hice. Descubrí que su hijo vivía cerca. Una señora, ya un poco ciega por la edad, me dijo que cuando su visión funcionaba a la perfección había visto desde su ventana cómo el hijo de Ernesto abandonaba la casa. Aseguró que estaba como asustado, que salió tambaleándose, como si estuviera borracho, se subió a un auto y que nunca más lo volvió a ver. Más tarde, se enteró que alguien muy parecido al hijo de Ernesto compró una casa cerca de la de su padre, aunque eso ella no podía asegurarlo ya que no lo recordaba muy bien por el tiempo que había pasado y no podría decirle quién era. “Tal vez esté acá, ahora, y yo hablándote de él a los cuatro vientos como si nada (largó una risita tímida y se fue con su bolsón almacenero).”
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Imperdonable
Misterio / SuspensoUn desconocido que se le aparece y le genera mil sentimientos entrecruzados. Una mujer que lo odia sin una razón evidente. Una verdad que está por salir a la luz.