Ella

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Cuando la vi por primera vez, atravesando la puerta del aula que compartimos durante todo primer año, me quedé sin aliento. El mundo a mi alrededor pareció desvanecerse por un momento. Era la chica más hermosa que jamás había visto. Podría pasarme todo el día tan solo describiendo lo hermosa que era. Su piel, de un suave color castaño. Su cara, redondeada y con la mandíbula bien definida. Sus ojos, tan rasgados, relucientes y penetrantes como los de un jaguar. Sus labios, oscuros y carnosos, que nunca se pintaba porque su color natural ya era mucho más bello que cualquier tono que el hombre jamás pudiese crear. Su cabello, que se había rapado en parte del lado izquierdo de la cabeza y que caía como una catarata oscura y suave hacia la derecha, hasta su hombro: tenía la costumbre de teñirse algunos mechones de un color distinto cada mes, expresando uno a uno todos los tonos de su interior.

Algunos dirían que estaba lejos de ser perfecta: "Está re gorda, que asco", "¿No viste todo el maquillaje que tiene puesto?", "Ese peinado le queda re mal", "Todas las indias son horribles". Pero no me importaba. Yo sabía lo que sentía. No tenía duda de que ellos eran los que se equivocaban.

No le dije nada. No me atreví. Pero por suerte, o por el destino, o simplemente porque yo todavía no tenía ningún amigo en ese grado y ella tampoco y la silla al lado mío era la única que quedaba vacía, se sentó conmigo. Sentí su perfume, de un intenso olor a lavanda que aún no me logro sacar de la cabeza. Como vi que ella no pensaba empezar la conversación, y como sabía que esta era mi única oportunidad de formar una relación con ella y que no podría tolerar que me ignorara por todo el resto del año, le empecé a hablar. Aún recuerdo con dolor cada palabra, cada trivialidad, cada estupidez que dije en mi desesperado intento de atravesar esa barrera inicial de incomodidad que separa a todos los que recién se conocen.

-Guau, qué nervios empezar la secu, ¿no?

-¿A vos cómo te fue en el curso de ingreso? Porque yo reprobé todos los exámenes, jejeje.... Jeje...

-¿Tenés lapicera de más? Yo no traje nada hoy.

Era obvio que esos comentarios la hartaban: bostezaba, desviaba la mirada hasta su celular y apenas se molestaba en responderme. La estaba perdiendo.

Pero, por fin, esa etapa acabó apenas salió un tema de conversación en común:

-Esperá, ¿qué es lo que estás leyendo en el celular?

Los libros.

-¡Uy, adoro esa saga!

-¿Viste? ¡Está re buena! Literal, ya la releí tres veces. Es tan adictiva...

-¡Mal! Pero todavía no pude conseguir el cuarto libro...

-Todavía no lo trajeron a la Argentina. Estoy leyéndolo en PDF. Ya sé que no es lo mismo que la versión en papel, pero qué se le va a hacer. ¿Querés que te lo pase?

Y seguimos hablando por el resto de la clase, por el resto de la semana, por el resto del mes, por el resto del año. Hablábamos durante las clases, durante los recreos, a la salida, en el viaje en subte que compartíamos, desde nuestras casas, en la biblioteca, en salidas a Starbucks o al parque, en cualquier lugar que fuera posible. No podíamos parar. No podíamos creer todo lo que teníamos en común. Pasamos de compartir gustos a compartir pasiones, recuerdos, sueños, proyectos, ideas, emociones, secretos, todo lo que éramos: podíamos hablar con una honestidad que nunca antes habíamos conocido. Hablábamos a un ritmo frenético, como si ni todo el tiempo del mundo alcanzara para decirnos todo lo que nos queríamos decir: discutíamos, analizábamos, concordábamos, planeábamos, creábamos, destruíamos, aprendíamos, reíamos, llorábamos...

Pronto descubrí que su belleza iba más allá de su aspecto: de hecho, llegué a conocerla tanto como conocía a mi propio reflejo. Encajábamos y nos complementábamos como dos piezas de un rompecabezas. Ella me enseñó su honestidad, me intoxicó con su confianza, me infundió su inteligencia, sembró las semillas de su ambición sin límites en mí. Todo lo que siempre me había faltado, ella lo tenía. Todas mis necesidades, ella las podía satisfacer.

Era una sensación increíble, una que siempre había creído que existía sólo en la ficción y en fantasías: era como si una llama secreta dentro de mi mente se hubiera encendido y ahora estuviera consumiendo cada parte de mi cuerpo. Era como si solo tras haberla conocido hubiese empezado a vivir, a sentir, a ser libre.

Hay tantos detalles pequeños sobre ella de los que puedo hablar. Cómo ella se ponía a dibujar estrellas y corazones en los márgenes de sus cuadernos cuando se aburría en clase. Cómo cuidaba los libros con un fervor religioso, manteniéndolos impecables y sin siquiera un pequeño corte o doblez. Cómo se negaba a tomar cualquier bebida con gas porque, decía, las burbujas le hacían cosquillas en la lengua. Cómo respondía todos los mensajes que le enviabas apenas los recibía. Cómo amaba la competición: una vez al mes me desafiaba a empezar a leer un mismo libro al mismo tiempo que ella y ver quién lo terminaba primero. Cómo, al sonreír, el rostro se le iluminaba como si un rayo de sol hubiese caído sobre él, y le iluminaba el alma a todos a su alrededor...

Ella se convirtió mi droga, en mi más enfermiza obsesión. Cuando estaba con ella, el resto del mundo se convertía en poco más que un borrón. Cada momento sin ella era gris e insípido, y cada momento con ella era vívido y colorido. Ya no me importaban los retos de los profesores, o las burlas del resto del curso, o las notas que me sacaba, o las quejas de mis amigos y familiares. Ahora mi única prioridad era hacerla sonreír, para poder ver la forma en la que todo su rostro se iluminaba cuando sonreía.

¿Ven todo lo que puedo escribir sobre ella? Ella inspiraba mi lenguaje como nunca nada más lo había hecho. Cuando estaba con ella, todas mis barreras mentales (mi torpeza, mi lentitud, mi timidez, mis tartamudeos, mi falta de creatividad, mis dificultades para expresarme) se desvanecían como el humo.

Todas menos una.

Nunca podría confesarle mi amor.

Julia y YoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora