Capítulo 2. "Los prejuicios del vecindario"

10 2 0
                                    

24 de Marzo del 2005, 8:15 p.m.

Camerinos de "The Great Farce", Océanne Zielinski

Las estrellas comienzan a manchar su luz cuando comienzan a desgastarse, las estrellas dejan de brillar cuando mueren. Océanne miró su reflejo en el espejo y observó cómo se había arruinado a sí misma, y peor que arruinarse, lo que la había arruinado primero:

—¿Por qué demonios no has llegado al programa, Nathan? —Aquella voz resonaba en su oído de una manera molesta y su cerebro captaba cada palabra con capacidad repetitiva. Necesitaba concentrarse y la presencia de Audrey en su camerino no la estaba ayudando.

—¿Podrías marcharte?

—No, no me iré a ningún ladoAudrey respiró un momento por la desesperación y después escuchó el resoplido amargo del engendro que le resultaba su hija—. Será mejor que arregles ese maquillaje de prostituta antes de salir en cámara, al igual que ese moretón y esas espantosas ojeras. Sí, Océanne me ha comenzado a hacer rabiar.

Océanne miró el moretón que le había hecho su madre horas antes, a veces se preguntaba si discutir con Audrey valía cada golpe. El simple hecho de tener la razón ella y no su madre, lograba ser fantástico hasta que su mano o cualquier objeto cerca se descargaba en su cuerpo y todo dejaba de parecer real. Tomó el maquillaje con cuidado y lo esparció por su rostro, demorándose el tiempo necesario en cubrir todas aquellas imperfecciones sin rozar la extravagancia. Su maquillaje era sencillo y cubría lo necesario y aquello era lo que importaba. Buscó en el bolso de su madre un malboro y lo sacó sin presunción, lo tomó entre los dedos y después buscó el encendedor verde lima que se le hacía coqueto por el pene que Nate había dibujado en él con un marcador negro:

—¿No estarás pensando fumar aquí? Podrían verte, Océanne —su madre continuaba siendo molesta y aun así después de aquella reprimenda lo encendió sin decir ni una palabra, ¿para qué discutir? De todos modos, sabía que su madre no la dejaría ganar la pelea.

El humo se esparció por el aire e hizo que Audrey tuviera que salir corriendo a leves toses que empeoraron a medida que los segundos corrían. Océanne amaba aquella sensación de paz mental, amaba los espacios vacíos en donde nadie gritase, ni dijese nada. Pero su aura de paz fue profanada cuando sus ojos se dirigieron hacia arriba en donde una araña grande, peluda y negra, descansaba en el techo, tal vez, observándola con sus múltiples ojos. Océanne temía a los animales, aunque las arañas pequeñas no formaban parte de su lista, las grandes la hacían volverse estúpida y frágil, lo que odiaba más que cualquier cosa, la hacían una necesitada de ayuda, una inválida.

Salió del camerino con los nervios de punta y fuera no dijo nada, su frente comenzó a sudar y sus axilas por igual. Una de los conserjes la miró con compasión y fue esta misma que cuando entró gritó a todo pulmón:

—¡Ah, una araña! —Unos pocos del personal del equipo de producción fueron a ayudarla matando el gran animal, no quiso volver a entrar otra vez. Su madre había ido a rescatarla justo a tiempo y a salvar su imagen un poco, le quitó el cigarrillo de las manos y le dio una calada profunda que le saldría cara más tarde:

—Sin cigarrillos, estarás mejor, hija —la ley del hielo no servía para su madre, pero aunque la odiaba le daba igual, ella estaba allí para no hacerla quedar mal.

*         *         *

Los focos de las cámaras lograban dejarla viendo figuras extrañas mientras se quedaban fijas en sus ojos. Aunque los comerciales eran pocos para el canal, solían ser lo suficientemente largos, así que el descanso era bastante agradable, aún más cuando su vestido de lentejuelas no se disputaba con la imagen que deseaba proyectar.

Just Another NumberDonde viven las historias. Descúbrelo ahora