capitulo 18

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Cuando me fui de la pista de patinar sentí un poco de hambre, así que me metí en una cafetería y me tomé un sandwich de queso y un batido. Luego entré en una cabina telefónica. Pensaba llamar a Jane para ver si había llegado ya de vacaciones. No tenía nada que hacer aquella noche, o sea que se me ocurrió hablar con ella y llevarla a bailar a algún sitio por ahí. Desde que la conocía no había ido con ella a ninguna sala de fiestas. Pero una vez la vi bailar y me pareció que lo hacía muy bien. Fue en una de esas fiestas que daba el Club el día de la Independencia. Aún no la conocía bien y no me atreví a separarla de su pareja. Salía entonces con un imbécil que se llamaba Al Pike y estudiaba en Choate. Andaba siempre merodeando por la piscina. Llevaba un calzón de baño de esos elásticos de color blanco y se tiraba continuamente de lo más alto del trampolín. El muy plomo hacía el ángel todo el día. Era el único salto que sabía hacer y lo consideraba el no va más. El tío era todo músculo sin una pizca de cerebro. Pero, como les iba diciendo, Jane iba con él aquella noche. No podía entenderlo, se lo juro. Cuando empezamos a salir juntos, le pregunté cómo podía aguantar a un tío como Al Pike. Jane me dijo que no era un creído, que lo que le pasaba es que tenía complejo de inferioridad. En mi opinión eso no impide que uno pueda ser también un cabrón. Pero ya saben cómo son las chicas. Nunca se sabe por dónde van a salir. Una vez presenté a un amigo mío a la compañera de cuarto de una tal Roberta Walsh. Se llamaba Bob Robinson y ése sí que tenía complejo de inferioridad. Se le notaba que se avergonzaba de sus padres porque decían «haiga» y «oyes» y porque no tenían mucho dinero. Pero no era un cabrón. Era un buen chico. Pues a la compañera de cuarto de Roberta Walsh no le gustó nada. Le dijo a Roberta que era un creído, y sólo porque le había dicho que era capitán del equipo de debate. Nada más que por una tontería así. Lo malo de las chicas es que si un tío les gusta, por muy cabrón que sea te dicen que tiene complejo de inferioridad, y si no les gusta, ya puede ser buena persona y creerse lo peor del universo, que le consideran un creído. Hasta las más inteligentes, en eso son iguales. Pero, como les iba diciendo, llamé a Jane, pero no cogió nadie el teléfono, así que colgué. Luego miré la agenda para ver con quién demonios podría salir esa noche. Lo malo es que sólo tengo apuntados tres números. El de Jane, el del señor Antolini, que fue profesor mío en Elkton Hills, y el de la oficina de mi padre. Siempre se me olvida apuntar los teléfonos de la gente. Así que al final llamé a Carl Luce. Se había graduado en el Colegio Whooton después que me echaron a mí. Era tres años mayor que yo y me caía muy bien. Tenía el índice de inteligencia más alto de todo el colegio y una cultura enorme. Se me ocurrió que podíamos cenar juntos y hablar de algo un poco intelectual. A veces era la mar de informativo. Así que le llamé. Estudiaba en Columbia y vivía en la Calle 65. Me imaginé que ya estaría de vacaciones. Cuando se puso al teléfono, me dijo que cenar le era imposible, pero que podíamos tomar una copa juntos a las diez en el Wicker Bar de la Calle 54. Creo que se sorprendió bastante de que le llamara. Una vez le había dicho que era un fantasma. Como aún tenía muchas horas que matar antes de las diez, me metí en el cine de Radio City. Era lo peor que podía hacer, pero me venía muy a mano y no se me ocurrió otra cosa. Entré cuando aún no había terminado el espectáculo que daban antes de la película. Las Rockettes pateaban  al aire como posesas, todas puestas en fila y cogidas por la cintura. El público aplaudía como loco y un tío que tenía al lado no hacía más que decirle a su mujer: «¿Te das cuenta? ¡Eso es lo que yo llamo precisión!» ¡Menudo cretino! Cuando acabaron las Rockettes salió al escenario un tío con frac y se puso a patinar por debajo de unas mesitas muy bajas mientras decía miles de chistes uno tras otro. Lo hacía la mar de bien, pero no acababa de gustarme porque no podía dejar de imaginármelo practicando todo el tiempo para luego hacerlo en el escenario, y eso me pareció una estupidez. Se ve que no era mi día. Después hicieron eso que ponen todas las Navidades en Radio City, cuando empiezan a salir ángeles de cajas y de todas partes, y aparecen unos tíos que se pasean con cruces por todo el escenario y al final se ponen a cantar todos ellos, que son miles, el Adeste Fideles a voz en grito. No había quien lo aguantara. Ya sé que todo el mundo lo considera muy religioso y muy artístico, pero yo no veo nada de religioso ni de artístico en un montón de actores paseándose con cruces por un escenario. Hacia el final se les notaba que estaban deseando acabar para poder fumarse un cigarrillo. Lo había visto el año anterior con Sally Hayes, que no dejó de repetirme lo bonito que le parecía y lo preciosos que eran los vestidos. Le dije que estaba seguro de que Cristo habría vomitado si hubiera visto todos esos trajes tan elegantes. Sally me contestó que era un ateo sacrílego y probablemente tenía razón. Pero de verdad que creo que el que le habría gustado a Jesucristo habría sido el que tocaba los timbales en la orquesta. Siempre me ha gustado mirarle, desde que tenía ocho años. Cuando íbamos a Radio City con mis padres, mi hermano y yo nos cambiábamos de sitio para poder verle mejor. No he visto a nadie tocar los timbales como él. El pobre sólo puede atizarles un par de veces durante toda la sesión, pero mientras está mano sobre mano no parece que se aburra ni nada. Y cuando al final le toca el turno, lo hace tan bien, con tanto gusto y con una expresión tan decidida en la cara, que es un placer mirarle. Una vez que fuimos a Washington con mi padre, Allie le mandó una postal, pero estoy seguro de que no la recibió. No sabíamos a quién dirigirla. Cuando acabó la cosa esa de Navidad, empezó una porquería de película. Era tan horrible que no podía apartar la vista de la pantalla. Trataba de un inglés que se llamaba Alec o algo así, y que había estado en la guerra y había perdido la memoria. Cuando sale del hospital, se patea todo Londres cojeando sin tener ni idea de quién es. La verdad es que es duque, pero no lo sabe. Luego conoce a una chica muy hogareña y muy buena que se está subiendo al autobús. El viento le vuela el sombrero y él se lo recoge. Luego va con ella a su casa y se ponen a hablar de Dickens. Es el autor que más les gusta a los dos. El lleva siempre un ejemplar de Oliver Twist en el bolsillo y ella también. Sólo oírlos hablar ya daba arcadas. Se enamoran en seguida y él la ayuda a administrar una editorial que tiene la chica y que va la mar de mal porque el hermano es un borracho y se gasta toda la pasta. Está muy amargado porque era cirujano antes de ir a la guerra y ahora no puede operar porque tiene los nervios hechos polvo, así que el tío le da a la botella que es un gusto, pero es la mar de ingenioso. El tal Alec escribe un libro y la chica lo publica y se vende como rosquillas. Van a casarse cuando aparece la otra, que se llama Marcia y era novia de Alec antes de que perdiera la memoria. Un día le ve en una librería firmando ejemplares y le reconoce. Le dice que es duque y todo eso, pero él no se lo cree y no quiere ir con ella a ver a su madre ni nada. La madre no ve ni gorda. Luego la otra chica, la buena, le obliga a ir. Es la mar de noble. Pero él no recobra la memoria ni cuando el perro danés se le tira encima a lamerle, ni cuando la madre le pasa los dedazos por toda la cara y le trae el osito de peluche que arrastraba él de pequeño por toda la casa. Al final unos niños que están jugando al crickett le atizan en la cabeza con una pelota. Recupera de golpe la memoria y entonces le da un beso a su madre en la frente y todas esas gilipolleces. Pero entonces empieza a hacer de duque de verdad y se olvida de la buena y de la editorial. Podría contarles el resto de la historia, pero no quiero hacerles vomitar. No crean que me lo callo por no estropearles la película. Sería imposible estropearla más. Pero, bueno, al final Alec y la buena se casan, el borracho se pone bien y opera a la madre de Alec que ve otra vez, y Marcia y él empiezan a gustarse. Terminan todos sentados a la mesa desternillándose de risa porque el perro danés entra con un montón de cachorros. Supongo que es que no sabían que era perra. Sólo les digo que si no quieren vomitar no vayan a verla. Lo más gracioso es que tenía al lado a una señora que no dejó de llorar en todo el tiempo. Cuanto más cursi se ponía la película, más lagrimones echaba. Pensarán que lloraba porque era muy buena persona, pero yo estaba sentado al lado suyo y les digo que no. Iba con un niño que se pasó las dos horas diciendo que tenía que ir al baño, y ella no le hizo ni caso. Sólo se volvía para decirle que a ver si se callaba y se estaba quieto de una vez. Lo que es ésa, tenía el corazón de una hiena. Todos los que lloran como cosacos con esa imbecilidad de películas suelen ser luego unos cabrones de mucho cuidado. De verdad. Cuando salí del cine me fui andando hacia el Wicker Bar donde iba a ver a Carl Luce y, mientras, me puse a pensar en la guerra. Siempre me pasa lo mismo cuando veo una película de esas. Yo creo que no podría ir a la guerra. No me importaría tanto si todo consistiera en que te sacaran a un patio y te largaran un disparo por las buenas, lo que no aguanto es que haya que estar tanto tiempo en el ejército. Eso es lo que no me gusta. Mi hermano D.B. se pasó en el servicio cuatro años enteros. Estuvo en el desembarco de Normandía y todo, pero creo que odiaba el ejército más que la guerra. Yo era un crío en aquel tiempo, pero recuerdo que cuando venía a casa de permiso, se pasaba el día entero tumbado en la cama. Apenas salía de su cuarto. Cuando le mandaron a Europa no le hirieron ni tuvo que matar a nadie. Estaba de chófer de un general que parecía un vaquero. No tenía que hacer más que pasearle todo el día en un coche blindado. Una vez le dijo a Allie que si le obligaran a matar a alguien no sabría adonde disparar. Le dijo también que en el ejército aliado había tantos cabrones como en el nazi. Recuerdo que Allie le preguntó si no le venía bien ir a la guerra siendo escritor porque de eso podía sacar un montón de temas. D.B. le dijo que se fuera a buscar su guante de béisbol y le preguntó quién escribía mejores poemas bélicos, si Rupert Brooke o Emily Dickinson. Allie dijo que Emily Dickinson. Yo entiendo bastante poco de todo eso porque no leo mucha poesía, pero sé que me volvería loco de atar si tuviera que estar en el ejército con tipos como Ackley y Stradlater y Maurice, marchando con ellos todo el tiempo. Una vez pasé con los Boy Scouts una semana y no pude aguantarlo. Todo el tiempo te decían que tenías que mirar fijo al cogote del tío que llevabas delante. Les juro que si hay otra guerra, prefiero que me saquen a un patio y que me pongan frente a un pelotón de ejecución. No protestaría nada. Lo que no comprendo es por qué D.B. me hizo leer Adiós a las armas si odiaba tanto la guerra. Decía que era una novela estupenda. Es la historia de un tal teniente Harry que todo el mundo considera un tío fenómeno. No entiendo cómo D.B. podía odiar la guerra y decir que ese libro era buenísimo al mismo tiempo. Tampoco comprendo cómo a una misma persona le pueden gustar Adiós a las armas y El gran Gatsby D.B. se enfadó mucho cuando se lo dije y me contestó que era demasiado pequeño para juzgar libros como ésos. Le dije que a mí me gustaban Ring Lardner y El gran Gatsby. Y es verdad. ro! Me chifla la novela. Pero, como les decía, me alegro muchísimo de que hayan inventado la bomba atómica. Si hay otra guerra me sentaré justo encima de ella. Me presentaré voluntario, se lo juro.

el guardian entre el centeno ( the catcher in the rye)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora