capitulp 25

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Cuando salí estaba empezando a amanecer. Hacía mucho frío pero me vino bien porque estaba sudando. No tenía ni idea de dónde meterme. No quería ir a un hotel y gastarme todo el dinero que me había dado Phoebe, así que me fui andando hasta Lexington y allí tomé el metro a la estación de Grand Central. Tenía las maletas en esa consigna y pensé que podría dormir un poco en esa horrible sala de espera donde hay un montón de bancos. Y eso es lo que hice. Al principio no estuvo tan mal porque como no había mucha gente pude echarme todo lo largo que era en un banco. Pero prefiero no hablarles de aquello. No fue nada agradable. No se les ocurra intentarlo nunca, de verdad. No saben lo deprimente que es. Dormí sólo hasta las nueve porque a esa hora empezaron a entrar miles de personas y tuve que poner los pies en el suelo. Como así no podía seguir durmiendo, acabé sentándome. Me seguía doliendo la cabeza y ahora mucho más fuerte. Creo que nunca en mi vida me había sentido tan deprimido. Sin querer empecé a pensar en el señor Antolini y en qué le diría a su mujer cuando ella le preguntara por qué no había dormido allí. No me preocupé mucho porque sabía que era un tío inteligente y se le ocurriría alguna explicación. Le diría que me había ido a mi casa o algo así. Eso no era problema. Lo que sí me preocupaba era haberme despertado y haberme encontrado al señor Antolini acariciándome la cabeza. Me pregunté si me habría equivocado al pensar que era marica. A lo mejor simplemente le gustaba acariciar cabezas de tíos dormidos. ¿Cómo se puede saber esas cosas con seguridad? Es imposible. Hasta llegué a pensar que a lo mejor debía haber recogido las maletas y haber vuelto a su casa como le había dicho. Pensé que aunque fuera marica de verdad, lo cierto es que se había portado muy bien conmigo. No le había importado nada que le hubiera llamado a media noche y hasta me había dicho que fuera inmediatamente si quería. Pensé que se había molestado en darme todas esas explicaciones acerca de cómo averiguar qué tamaño tienes de inteligencia, y pensé también que fue el único que se acercó a James Castle cuando estaba muerto. Pensé en todas estas cosas, y cuanto más pensaba, más me deprimía. Quizá debía haber vuelto a su casa. Quizá me había acariciado la cabeza sólo porque le apetecía. Pero cuantas más vueltas • le daba en la cabeza a todo aquel asunto, peor me sentía. Me dolían muchísimo los ojos. Me escocían de no dormir. Y para colmo estaba cogiendo un catarro y no llevaba pañuelo. Tenía unos cuantos en la maleta, pero no me apetecía abrirla en medio de toda aquella gente. Alguien se había dejado una revista en el banco de al lado, así que me puse a ojearla a ver si con eso dejaba de pensar en el señor Antolini y en muchas otras cosas. Pero el artículo que empecé a leer me deprimió aún más. Hablaba de hormonas. Te decía cómo tenías que tener la cara y los ojos y todo lo demás cuando las hormonas te funcionaban bien, y yo no respondía para nada a la descripción. Era igualito, en cambio, al tipo que según el artículo tenía unas hormonas horribles, así que de pronto empecé a preocuparme por las dichosas hormonas. Luego me puse a leer otro artículo sobre cómo descubrir si tienes cáncer. Decía que si te sale una pupa en los labios y tarda mucho en curarse es probablemente señal de que lo tienes. Precisamente hacía dos semanas que tenía una calentura que no se secaba, así que inmediatamente me imaginé que tenía cáncer. Aquella revistita era como para levantarle la moral a cualquiera. Dejé de leer y salí a dar un paseo. Estaba seguro de que me quedaban como dos meses de vida. De verdad. Completamente seguro de ello. Y la idea no me produjo precisamente una alegría desbordante. Parecía como si fuera a empezar a llover de un momento a otro, pero aun así me fui a dar un paseo. Iría a desayunar. No tenía mucha hambre, pero pensé que tenía que comer algo que tuviera unas cuantas vitaminas. Así que crucé la Quinta Avenida y eché a andar hacia donde están los restaurantes baratos porque no quería gastar mucho dinero. Mientras caminaba pasé junto a dos tíos que descargaban de un camión un enorme árbol de Navidad. Uno le gritaba al otro: «¡Cuidado! ¡Que se cae el muy hijoputa! ¡Agárralo bien!» ¡Vaya manera de hablar de un árbol de Navidad! Como, a pesar de todo, tenía gracia, solté la carcajada. No pude hacer nada peor porque en el momento en que me eché a reír me entraron unas ganas horribles de vomitar. De verdad. Hasta devolví un poco, pero luego se me pasó. No entiendo por qué fue. No había comido nada que hubiera podido sentarme mal y además tengo un estómago bastante fuerte. Pero, como les decía, se me pasó y decidí tomar algo. Entré en un bar con pinta de barato y pedí un café y un par de donuts, pero no pude con ellos. Cuando uno está muy deprimido le resulta dificilísimo tragar. Pero por suerte el camarero era un tipo muy amable y se los volvió a llevar sin cobrármelos ni nada. Me tomé el café bebido y luego volví a la Quinta Avenida. Era lunes, faltaban muy pocos días para Navidad y todas las tiendas estaban abiertas. Daba gusto pasear por allí. Había un ambiente muy navideño con todos esos Santa Claus tan cochambrosos que te encontrabas en todas las esquinas y las mujeres del Ejército de Salvación, esas que no se pintan ni nada, todos tocando campanillas. Miré a ver si encontraba a las monjas que había conocido el día anterior, pero no las vi. Ya me lo imaginaba porque me habían dicho que venían a Nueva York a enseñar, así que dejé de buscarlas. Pero, como les decía, se notaba mucho que era época de Navidad. Había millones de niños subiendo y bajando de autobuses y entrando y saliendo de tiendas con sus madres. Eché de menos a Phoebe. Ya no es tan pequeña como para volverse loca en el departamento de juguetes, pero le gusta pasear por ahí y ver a la gente. Dos años antes la había llevado de compras conmigo por esas fechas y lo pasamos estupendamente. Creo que fuimos a Bloomingdale’s. Entramos en el departamento de zapatería e hicimos como si ella —¡qué Phoebe ésa!— hubiera querido comprarse unas botas de las que tienen miles de agujeros para pasar los cordones. Volvimos loco al dependiente. Phoebe se probó como veinte pares y el pobre hombre tuvo que abrochárselas todas. Le hicimos una buena faena, pero Phoebe se divirtió como loca. Al final compramos un par de mocasines y lo cargamos a la cuenta de mamá. El empleado estuvo muy amable. Creo que se dio cuenta de que estábamos tomándole el pelo, porque Phoebe acaba siempre soltando el trapo. Pero, como les decía, me recorrí toda la Quinta Avenida sin corbata ni nada. De pronto empezó a pasarme una cosa horrible. Cada vez que iba a cruzar una calle y bajaba el bordillo de la acera, me entraba la sensación de que no iba a llegar al otro lado. Me parecía que iba a hundirme, a hundirme, y que nadie volvería a verme jamás. ¡Jo! ¡No me asusté poco! No se imaginan. Empecé a sudar como un condenado hasta que se me empapó toda la camisa y la ropa interior y todo. Luego me pasó otra cosa. Cuando llegaba al f inal de cada manzana me ponía a hablar con mi hermano muerto y le decía: «Allie, no me dejes desaparecer., No dejes que desaparezca. Por favor, Allie.» Y cuando acababa de cruzar la calle, le daba las gracias. Cuando llegaba a la esquina siguiente, volvía a hacer lo mismo. Pero seguí andando. Creo que tenía miedo de detenerme, pero si quieren que les diga la verdad, no me acuerdo muy bien. Sé que no paré hasta que llegué a la calle sesenta y tantos, pasado el Zoo y todo. Allí me senté en un banco. Apenas podía respirar y sudaba como un loco. Me pasé sin moverme como una hora, y al final decidí irme de Nueva. York. Decidí no volver jamás a casa ni a ningún otro colegio. Decidí despedirme de Phoebe, decirle adiós, devolverle el dinero que me había prestado, y marcharme al Oeste haciendo autostop. Iría al túnel Holland, pararía un coche, y luego a otro, y a otro, y a otro, y en pocos días llegaría a un lugar donde haría sol y mucho calor y nadie me conocería. Buscaría un empleo. Pensé que encontraría trabajo en una gasolinera poniendo a los coches aceite y gasolina. Pero la verdad es que no me importaba qué clase de trabajo fuera con tal de que nadie me conociera y yo no conociera a nadie. Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo y así no tendría que hablar. Si querían decirme algo, tendrían que escribirlo en un papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que hablar el resto de mi vida. Pensarían que era un pobre hombre y me dejarían en paz. Yo les llenaría los depósitos de gasolina, ellos me pagarían, y con el dinero me construiría una cabaña en algún sitio y pasaría allí el resto de mi vida. La levantaría cerca del bosque, pero no entre los árboles, porque quería ver el sol todo el tiempo. Me haría la comida, y luego, si me daba la gana de casarme, conocería a una chica guapísima que sería también sordomuda y nos casaríamos. Vendría a vivir a la cabaña conmigo y si quería decirme algo tendría que escribirlo como todo el mundo. Si llegábamos a tener hijos, los esconderíamos en alguna parte. Compraríamos un montón de libros y les enseñaríamos a leer y escribir nosotros solos. Pensando en todo aquello me puse contentísimo. De verdad. Sabía que eso de hacerme pasar por sordomudo era imposible, pero aun así, me gustaba imaginármelo. Lo que sí decidí con toda seguridad fue lo de irme al Oeste. Pero antes tenía que despedirme de Phoebe. Crucé la calle a todo correr —por poco me atropellan—, entré en una papelería y compré un bloc y un lápiz. Pensé que le escribiría una nota diciéndole dónde podíamos encontrarnos para despedirnos y para que yo pudiera devolverle el dinero que me había prestado. Llevaría la nota al colegio y se la daría a alguien de la oficina para que se la entregaran. Estaba demasiado nervioso para escribirla en la tienda, así que me guardé el bloc y el lápiz en el bolsillo y empecé a andar a toda prisa hacia el colegio. Fui casi corriendo porque quería que recibiera el recado antes de que se fuera a comer a casa. No me quedaba mucho tiempo. Naturalmente sabía dónde estaba el colegio porque había ido de pequeño. Cuando entré sentí una sensación rara. Creí que no iba a recordar cómo era por dentro, pero me acordaba perfectamente. Estaba exactamente igual que cuando yo estudiaba allí. El mismo patio interior, bastante oscuro, con una especie de jaulas alrededor de las farolas para que no se rompieran las bombillas si les daban con la pelota. Los mismos círculos blancos pintados en el suelo para juegos y cosas así, y las mismas cestas de baloncesto sin la red, sólo los maderos y los aros. No había nadie, probablemente porque estaban todos en clase y aún no era la hora de comer. No vi más que a un niño negro. Del bolsillo trasero del pantalón le asomaba uno de esos pases de madera que llevábamos también nosotros y que demostraban que tenía uno permiso para ir al baño. Seguía sudando, pero no tanto como antes. Me acerqué a las escaleras, me senté en el primer escalón y saqué el bloc y el lápiz que había comprado. Olía igual que cuando yo era pequeño, como si alguien acabara de mearse allí. Las escaleras de los colegios siempre huelen así. Pero, como les decía, me senté y escribí una nota: Querida Phoebe, no puedo esperar hasta el miércoles, así que me voy esta tarde al Oeste en auto-stop. Ven si puedes a la puerta del museo de arte a las doce y cuarto. Te devolveré tu dinero de Navidad. No he gastado mucho. Con mucho cariño, Holden El colegio estaba muy cerca del museo y Phoebe tenía que pasar por delante para ir a casa, así que estaba seguro de que la vería. Cuando acabé, me fui a la oficina del director para ver si alguien podía llevarle la nota a su clase. La doblé como diez veces para que no la leyeran. En un colegio no se puede fiar uno de nadie. Pensé que se la darían porque era su hermano

el guardian entre el centeno ( the catcher in the rye)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora