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Después de unas palabras de despedida tan ominosas, estaba segura de que no podría dormir mucho. ¿Dejar ir el peso muerto? Me imaginaba cuchillos oxidados y sin brillo, y la voz azucarada de Ashley diciéndonos que solo teníamos unos minutos para cortar tanta grasa como pudiéramos antes de que nos echara encima a una jauría de perros hambrientos para que acabaran con lo que quedara. Pero incluso entre imágenes de sangre y alaridos colmando mi mente, la amenaza de lo que el mañana podría traer no fue suficiente como para superar el agotamiento puro que me envolvía.

Pasé alternando entre momentos de vigilia por horas, despertándome a veces por el quejido lastimero de mi estómago, o por las profundidades de una pesadilla sudorosa, y a veces por el dolor. Todo me dolía; me sentía fatigada, desgastada, angustiada. Mi cabeza palpitaba, dejándome confundida y mareada, y me preguntaba una y otra vez cuánto más podría soportar.

En mi estado de ensueño parcial, mis pensamientos divagaron hacia mi madre. ¿Ella había sabido realmente qué era lo que nos iban a hacer? ¿Había renunciado voluntariamente a mi seguridad y bienestar con la esperanza de que perdiera peso? Seguramente, ninguna madre preferiría que su hija pasara hambre, y quizá muriera, en vez de que fuera gorda. Pero de nuevo, esta era la misma mujer que solo admitía que yo era su hija si se lo preguntaban directamente; de otra forma era Natalie la sobrante, quien era presentada por necesidad. Casi me quería reír, o tal vez quería llorar, no estaba segura.

¿Las otras chicas eran de hogares similares? No habíamos tenido la oportunidad real para hablar mucho acerca de nuestras vidas afuera del campamento, y mucho menos de nuestras relaciones con nuestras familias, pero ningún padre cuerdo mandaría a su hija aquí. Pese a que había sabido que debía haber otras madres como la mía, creí que eran pocas y muy esparcidas entre sí. El número de chicas que había visto en el campamento la primera noche —entre cincuenta y sesenta— me hizo reconsiderarlo.

Observé a la habitación pasar de negro a gris y luego encenderse con las grietas de luz solar que se escabulleron entre las cortinas cerradas y por debajo de la puerta. Grace comenzó a llorar cuando se despertó y notó que la mañana ya había llegado. Sabíamos lo que significaba, y nos aterraba.

Como si hubiese sido atraída por las lágrimas, la puerta de la cabina se abrió de golpe y Ashley se adentró, toda lista y animada.

—¡Bueeeeenos días, cerditas pequeñas! —entonó, estirando sus brazos por encima de su cabeza e inhalando a profundidad—. Chicas, ustedes sí que saben cómo hacer para que un lugar apeste, ¿no? ¡Pero no hay problema! ¡Está bien! Nos encargaremos de eso más tarde. Por ahora, tenemos otras cosas planeadas.

Se frotó las manos y vio alrededor con la emoción destellando en su mirada. Hubo un movimiento nervioso colectivo de resortes de cama y esposas a medida que caminaba por las filas de catres, inspeccionándonos, diseccionándonos visualmente.

—¿Tienen hambre, cerditas? —preguntó una vez que nos había revisado a todas.

Permanecimos en un silencio tenso, indispuestas a responder. Luego de la basura y del engaño con la ensalada, no esperábamos nada de ella. O al menos nada bueno.

—¡Les hice una pregunta, damas! —trinó con sus manos en sus caderas—. ¡Espero una respuesta! De nuevo, ¿quién tiene hambre?

Los gruñidos y murmullos evasivos que recibió parecieron haber sido suficiente, porque le hizo un gesto a la puerta de la cabaña, y llegó Tara cargando una bandeja cubierta.

—La señorita Tara preparó algo extra especial para ayudarlas a estar armadas para su actividad de hoy. ¿Quién quiere el primer bocado? —Cuando nadie contestó, se giró hacia Inez—. Tú eres la cerdita pequeñita más gorda de aquí, apuesto que te estás muriendo por zambullirte, ¿eh? Bien, bien. Vamos, Tara, ¡hay que darle un poco de desayuno! ¡Pero ten cuidado, no queremos que te muerda la mano!

CAMPAMENTO PARA GORDAS | S. H. COOPERDonde viven las historias. Descúbrelo ahora