Negro Azabache

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Eran las 17.30 cuando lo vi marcharse por última vez en su deportivo coche negro. ¡Tendría que haberlo visto! Con esa camisa perfectamente planchada y sus zapatos tan limpios. Tendría que haberlo visto, con su sonrisa perfectamente colocada y ese talante al caminar que pareciese que bailaba con los rayos de sol que dejaban salir los arboles de entre sus hojas.

Yo, desde lejos, no podía evitar mirarlo y sentir que me habían arrancado un trozo de mí, como a quien le amputan un miembro. Después de verlo ir me quedé sentada al menos una hora en un escalón cercano, por una vez en mi vida no tenía dónde ir, no sabía dónde ir, por una vez en mi vida me sentí con el corazón huérfano, se me había roto el mundo. Una vez más se me había puesto el contador a cero y debía levantar un imperio con todos esos escombros y ruinas en los que me había convertido.

Aunque bueno... ya sabe, los mayores imperios siempre han caído, el romano, el otomano e incluso el egipcio. Y las cosas buenas no son eternas, o eso dicen... quién sabe realmente lo que es el tiempo y su duración; ya lo dijo Einstein, el tiempo es relativo. Y durante un tiempo las palabras de Mario Benedetti habían cobrado sentido, "Cinco minutos bastan para soñar toda una vida, así de relativo es el tiempo", porque no pude evitar hacer otra cosa desde ese día que imaginar un final alternativo, soñaba que al marchar volvía corriendo hacia mí y me decía que quería una vida conmigo. Estuve un mes sin dormir, cada madrugada miraba la pantalla del teléfono móvil esperando ver llegar un mensaje suyo y lo único que llegaba era el alba.

No, fíjese, que al final me llegó el mensaje, pero... no al mes si no a los cuatro meses y sus palabras exactas fueron "Esta semana hago escala en la ciudad. ¿Te apetece tomar un café juntos?". Imagínese mi cara descuadrada, mis sudores fríos y ese pellizco en el estómago. No fui capaz de contestarle en los siguientes 3 días hasta que reuní todo el valor necesario. Después de ese mensaje vinieron otros tantos sucesivos.

Él trabajaba como piloto de vuelo en la compañía Airfly y normalmente tenía vuelos internacionales y esa semana tenía una escala en la ciudad.

Yo solo buscaba la respuesta a una pregunta; ¿Por qué? Esa pregunta se repetía en mi cabeza una y otra vez intentando buscar una respuesta, por qué quería verme, por qué ahora, por qué...

Siendo tan sintético, organizado y práctico, cosa que creo que tiene mucho que ver con su profesión, cuando accedí a tomar un café con él directamente me dio una dirección y una hora exacta: "Cafetería L'aroma, calle Peregrinos nº48. Viernes 17.30".

¡Sí, exactamente! La misma hora de la última vez que lo vi... como si no hubiese llovido desde entonces... como si no hubiesen girado las agujas el reloj y el ritmo de su tic-tac no me hubiese hecho bailar con la tristeza...

Ese viernes era una tarde otoñal de octubre, la ciudad tenía resaca veraniega y se notaba en los viandantes el hastío que los días, cada vez más cortos, causaban en todos. Yo caminaba intentando pasar desapercibida. Cuando me dirigía hacia la cafetería. Recuerdo de haber pasado a los pies de la Catedral y sentir el olor de las tiendas de té y de cuero. Callejuelas y sensaciones que me hacían transportarme a aquellos días que pasamos juntos en Marruecos. Ciertamente, nunca había estado en aquel lugar; me costó encontrarlo ya que estaba localizada en el último piso de un antiguo edificio. Para llegar hasta ella, después de guiarte por un pequeño cartel negro de letras doradas con una pequeña inscripción en la que estaba escrito: "L'aroma caffé, último piso", tenías que subir en un ascensor que se encontraba bajo un arco que comunicaba la calle poco transcurrida con el patio de vecinos.

Al entrar en el ascensor sentía como mi pecho se oprimía (1ª planta), me faltaba el aire (2ª planta), no tenía saliva para deshacer (3ª planta) el nudo en mi garganta (4ª planta), mis manos temblaban (última planta). CLINNN...Se abrió la puerta y me dispuse a dar un primer paso pero mis piernas estaban tan débiles que casi no podían soportar el peso de mi cuerpo. Y de pronto, me detuve, un olor a biblioteca antigua y unas vistas impresionantes de la catedral y de la ciudad me hicieron desprenderme de mi estado anímico por un momento. Una maravillosa terraza semi-abierta, una barra circular en el centro de la misma, las mesas distribuidas por pequeños ambientes, todo decorado al estilo bohemio y de música de fondo Wind of change de Scorpions haciendo de banda sonora a la batalla que libraba en mis adentros. En ese momento me enamoré un poco más de la vida.

Decidí sentarme en la zona más apartada, en la parte derecha del local, ubicada hacia el oeste, desde donde esperaba ver el anochecer. Siendo las 17.28 y teniendo en cuenta que el ocaso no sucedería hasta aproximadamente las 20.15 de la tarde, podía parecer arriesgado suponer que nuestra cita, por llamarlo de alguna forma, se alargase unas 3 horas. Habían sido tantas las veces que un desayuno había acabado con la cena del día siguiente que no me parecía tan extraño que pudiese suceder.

Ya sentada en la mesa vino el camarero y tímidamente le dije que esperaría hasta que viniese a quien estaba esperando.

17.45. Habían pasado 15 minutos de la hora acordada. Miles de pensamientos hacían ruido en mi cabeza. Él aún no había llegado. ¿Debería escribirle un mensaje preguntándole dónde estaba?- Pensé. No dejaba de mirar la puerta de entrada, esperando verlo llegar con un gran ramo de rosas sin espinas que hicieran juego con el carmín de mis labios. 17.50, 10 minutos más tarde ya había imaginado qué ropa traería puesta, cuál sería la primera palabra que le diría, ¿le daría dos besos o con uno bastaba?

18.00 él aún no había llegado...

AmbraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora