A Sergio le encantaba ir a la casa de la abuela, porque ella siempre lo consentía como nadie, pero un día simplemente no quiso ir mas sin dar razón alguna, se tiró al piso a llorar cuando quisieron obligarlo. En tres ocasiones posteriores, tampoco pudieron convencerlo de ir. Así que la abuela vino a verlo, después de hablar a solas un momento, la señora se puso inmediatamente de pie y se marchó sin decir nada.
Los papás seguían sin entender, y fue peor aún, cuando la abuela regresó con una maleta, diciendo que el niño la necesitaba, por eso pasaría ahí unos días. Durante su estancia, ella y su nieto hablaban en secreto, y cada vez que alguien se acercaba, guardaban silencio.
Cuando los acorralaron para decir la verdad. Ambos dijeron que la casa estaba embrujada, y que no volverían por allá, pero esa historia no convencía a nadie. El hijo de la señora la reprendió muy fuerte, así que ella accedió a regresar. Pero al llegar, lo mandó primero para encender las luces.
Apenas el hombre cruzó el portón, no pudo siquiera completar el paso, pues su pie se había atorado con algo. Bajó la mirada para quitarse aquello que impedía caminar, pero en lugar de eso, se desplomó en un segundo gritando y llorando como niño, se retorcía de forma grotesca, pero las señora permanecía quieta, calmada, ella ya había visto aquella mano saliendo de la coladera, también su nieto, pero como nadie quiso creerlo, tuvo que demostrarlo.
Pasados unos minutos, el hombre regresó al auto, más pálido que de costumbre, y falto de aliento. —¿Qué es eso madre? —Le preguntó muy asustado—Nada —respondió ella aun calmada—Eso de las casas embrujadas son inventos de viejas y niños.