Debo admitir que no todo el tiempo era perfecto. Sobre todo porque de alguna manera u otra, notaba que Azael quería más de mí. Hay cosas que no son necesarias decirlas para que sean así. Y debían haberme incomodado, sí, debían. A decir verdad, me sentía cómoda y sumamente deseada.
Y soy mujer. A todas nos gusta sentir que tenemos a un hombre babeando a nuestros pies.
Entonces surgió la pregunta. ¿A qué costo?
No obstante, seguí callando y dejándolo pasar. El Principito y yo desde esa noche —y luego de tan abierta declaración—, seguimos viéndonos todos los días, o las veces que necesitaba un poco de sexo... Muchas veces tocaba el timbre de su casa y aparecía de la nada, dispuesta a que hiciera lo que quisiera conmigo.
Era como una vía de escape.
Todo iba excelentemente bien, hasta el día de su primera confesión, fue ahí cuando comencé a sentirme diferente. Nos encontrábamos en la academia, él me mostraba los pasos de baile que necesitaba aprenderme, puesto que nos habían escogido para hacer el casting. Íbamos a bailar tango, y solos, como muchas otras veces anteriores nos encontrábamos, era imposible no dejarse llevar por nuestra inexplicable tensión sexual.
Cualquiera que estuviera a metros de distancia podía percibirla.
No me explico si por era por la intensidad de nuestras miradas, o por la picardía que sin querer emanábamos. Muy probablemente haya sido la complicidad que automáticamente surgió.
Porque...
Nunca, ningún hombre de mi pasado había logrado descifrar lo que a mí me complace. Efectivamente no me va lo convencional y de eso se dio cuenta casi al instante. Tampoco es un juego de roles, es sexo.
Duro e intenso.
Su brazo pasaba por mi espalda, abrazándome casi por completo, estaba netamente pegada a él. Espalda recta, mi mano aferrada a su nuca, mientras que con la otra agarraba su brazo. Subí la rodilla hasta su cadera, con lentitud y sensualidad. Nuestros ojos nunca dejaron de mirarse. Mi talón chocaba la parte de atrás de sus muslos, casi llegando a su culo. El roce de su excitación chocaba con la mía palpitante. Entreabrí los labios, causando que automáticamente él bajara la mirada a ellos un instante. Saqué mi lengua a explorar, atrapando mi labio inferior en el proceso. La música de fondo ambientaba nuestro momento.
Lentamente subí mi mano hasta su hombro, la otra estirada, entrelazando nuestros dedos, al compás, fui doblando la rodilla derecha, mientras que estiraba hacia atrás la otra. Él me acompañaba hasta abajo, rozando nuestras narices. Casi podía respirar su aliento. Sus labios, entreabiertos se pegaron a los míos, pero solo por contacto, enviando corriente por todos lados.
—Cierra los ojos, rusa —demandó, con voz baja y gutural.
Lo miré unos instantes, dubitativa, sin embargo, hice caso. Los cerré. Me subió y sin poder evitarlo, me besó, con fuerza y posesión, se le escapó un gruñido de satisfacción que llegó justo al centro de mi entrepierna. Dimos dos pasos a la izquierda, luego a la derecha. Moviéndonos al ritmo de la música suave y sensual, sin dejar de besarnos.
Soltó mis labios, alzando su codo al aire, estirando mi brazo, giró mi cadera y doblé la pierna sobre su culo, batí mis pestañas, abriendo mis ojos con picardía, sonreí ladinamente. Azael se movía con soltura y sensualidad. Bailar con él es como subirse a una nube.
—¿Cuándo será el día en que estar cerca de ti dejará de causar que me excite? —pregunté en un susurro—. ¿Te das cuenta como mi cuerpo responde a ti, Azael?
Sonrió sin mostrar los dientes, sus ojos totalmente oscurecidos incitándome a llevarme lejos. Algo muy dentro de mí me advertía que no debía tocar temas delicados, aún así, hice caso omiso a la voz en mi interior.
ESTÁS LEYENDO
A tu merced [PAUSADA]
ChickLitHuyendo de un futuro que no le convence, Katerina Kozlov arriba en Nueva Orleans para empezar de nuevo. El erotismo del ambiente en el que se mueve no tarda en envolverla, hacer que se enamore del ritmo del tango y recuerde de qué color es la vida...