Capítulo único

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  Se podría decir que Samantha Thomson no era una niña del todo normal. Ya desde los cinco años sus parientes y todos los que la rodeaban sabían que tras la muerte de su madre había comenzado a tener comportamientos un poco extraños: No le gustaba jugar con muñecas o a la peluquería, tampoco a la casita y mucho menos a las cartas.

 No. Ella amaba disecar animales...

 En un inicio había comenzado como una sencilla distracción. Al encontrarse aburrida dentro de casa, decidía salir hacia el enorme patio trasero para recolectar los cadáveres de las comadrejas muertas o de los pichones de gorrión abatidos por las tormentas, para luego llevarlos al sótano y hacer hermosas esculturas con plumas y pelajes. Lamentablemente estas no duraban mucho, ya que con el tiempo comenzaban a pudrirse, dejando una horrible peste dentro del cuarto.

 Ella odiaba el olor feo...

 Feo olía su padre cada vez que volvía del bar. La mezcla de tabaco, alcohol y otras sustancias de dudosa procedencia generaban tal hediondez que le provocaba náuseas, obligándola a fruncir la nariz y a ocultar una mueca producida por el asco y las arcadas tras el tufo que dejaba su caminar.

 A pesar de que muchos la definirían como una salvaje, Samantha era una chica muy pero muy pulcra: Desde los seis años ya se alistaba sola para ir a la escuela, tendía la cama y hacía algunos quehaceres del hogar que se le permitían por su corta estatura en ese entonces. Esa costumbre fue aumentando a medida que pasaban los años y, naturalmente, terminó por traspasarse a su hobby preferido: Los restos de sangre y tierra, las pulgas y los insectos; todo era despegado de los cuerpecitos de sus difuntos amigos, convirtiendo la mata enmarañada de pelos en un suave y sedoso pelaje, sin un rastro de mugre en ellos.

 Ella odiaba la suciedad....

 Sucio era su padre, quien prefería pasar de largo las duchas y saltarse los aseos bucales a cambio de revolcar su prominente y sudorosa barriga en el sofá a mirar las repeticiones del partido que pasaran en ese momento mientras dejaba su descuidada barba llena de migas con las papas llevadas a su boca. Todo esto mientras Sam hacía los quehaceres.

 A los doce fue cuando descubrió su pasión por la taxidermia. Se encontraba buscando dentro de una vieja caja de herramientas que había encontrado allí abajo algo que le pudiera servir para su nueva escultura cuando de repente, dentro de un doble fondo que contenía la misma, halló unas pertenencias de su ya fallecido abuelo, que consistían en un disco de vinilo, portador de las instrucciones, junto con todas las herramientas necesarias para el proceso. Dos años después, podría considerarse toda una experta: sus obras eran delicadas y muy detallistas, dejando un toque de realismo que maravillaría a cualquiera con buen gusto. Sin embargo no las mostraba. Sus obras eran solo para ella, no para cualquier curioso.

Ella odiaba a los cotillas...

 Cotilla había sido su padre esa misma tarde, el cual volviendo antes de tiempo del bar, pero incluso aún más ebrio, irrumpió en la sala donde Sam trabajaba en ese momento, agarrando un ataque de cólera al ver tal escena y destruyendo todo a su paso. Al terminar el espectáculo se enfocó en ella y se dedicó a aporrearla hasta el cansancio llamándola "Monstruo."

 Sam, sin embargo, no se inmutó tras el apodo. Ya en su cuarto reflexionó que había aprendido en la escuela que los verdaderos monstruos eran los que maltrataban a las personas, los que no las valoraban por tener gustos distintos, que las hacían sufrir. Su padre era un monstruo, una bestia, un animal.

 Una sonrisa se dibujó en el rostro de la joven Samantha Thomson...

 Ella amaba disecar animales.

TaxidermiaWhere stories live. Discover now