La vida era blanca y negra, y a ella le gustaban los colores.
Hasta sus lágrimas eran de tinta, o quizá ella de papel. Hacía tiempo los recuerdos habían tratado de atraparla. La habían perseguido por la ciudad dormida, cientos de fantasmas insustanciales que vomitaban palabras que eran garras, y que como garras se clavaban en su pecho para desgarrarla. Ahora con el alma hecha jirones, los demás sólo podían observarla. Advertía aquella diminuta dosis de rechazo tras cada ojo que perseguía a su esbelta figura, o a los escombros todavía erguidos de ésta. Algunos eran como heridas abiertas en rostros despedazados, otros haces de luz violeta incrustados en pómulos oscuros, sonrisas angulosas. La aterraban. El mundo entero era puro miedo, y ella era débil, pequeña.
Una noche más escaló hasta la azotea del viejo almacén. Saboreó la adrenalina al alcanzar la cima, como hacía cada vez después de jugarse la vida. Pero desde allí veía todas las estrellas, las galaxias, y el firmamento era como un lienzo, una sábana salpicada de diamantes, un espejo del universo infinito, más infinito desde la azotea.
Se apoyó sobre los restos de un anuncio de luces de neón destartalado, y deslizó su espalda hasta tocar el suelo. Depositó el peso de su cuerpo en la superficie casi con dulzura, y posó su mirada en la noche. Allí, en la completa soledad de las tinieblas, a cien metros por encima de la civilización, se sentía acompañada. Si no eran los cuervos, eran las luciérnagas, y, si no, la brisa. Ella descifraba su murmullo recogiéndolo en los labios. La brisa arrastraba piedras y muchas lenguas, poesía entremezclada con secretos de pared, los ciclos de la luna y los sueños de los niños del asfalto. Esos sueños grises, de mendrugo de pan caminado a talones duros y harapientos.
Sin previo aviso, comenzó a llorar. No estaba triste ni feliz. Y esa indiferencia era la causante de su llanto silencioso. De un salto se aproximó al vacío. Qué bonita era la ciudad dormida desde las alturas. Qué pequeños sus habitantes, qué lejanos sus ruidos, sus fuegos y sus desventuras. Casi parecía otro reflejo del cielo, un segundo espacio de flexos. La profundidad de las calles languidecía. La suplicaba, susurrante al oído. La invitaba a reunirse con pretéritos, los corazones robados que tanto añoraba. Como la manzana prohibida, su llamada era una tentación atractiva y letal. Sin temor avanzó un paso, dispuesta a saltar.
¿Cómo se sentiría en la ingravidez? ¿Cuánto duraría un metro de espaldas y en picado? ¿Cómo serían allí los sueños?
Tomó aire y se lanzó al precipicio de rascacielos. Cerró fuertemente los ojos pero no sintió miedo, esperando la caída. Quizá pasaron horas hasta que se atrevió a mirar. Una ojeada rápida bastó para deslumbrarla. Recostada sobre el anuncio de luces de neón pareciera que jamás se hubiese movido de aquel rincón. Frente a ella, suspendida, una joven semitrasparente le devolvía la misma expresión de desconcierto. Era una mujer blanca. Pero no metafóricamente, blanca como la leche fresca o los pétalos de una margarita. El pelo era de hebras plateadas, reliado en un desastre de trenza que trazaba una línea recta desde su hombro hasta el bajo vientre. Un camisón de seda ocultaba su desnudez a duras penas y revelaba curvas prohibidas, fantasías frustradas de la noche. Sus ojos eran ora violetas, ora grises, ora azules, fluorescentes y chispeantes como una tormenta de naturaleza eléctrica. En contraste con el blanco-negro de la ciudad Dormida eran toda una explosión de color. Su boca estaba hecha para sonreír, para reír, no cabía duda. El artífice de semejante anatomía había pincelado a la perfección la felicidad impresa en esas comisuras. Ahora la observaba fruncida, y aquello le confería un aspecto tan misterioso que por primera vez, Insomnia sintió el sabor del terror en su saliva.
Emitió un gruñido, el fantasma de las palabras que se habían arremolinado entre sus dientes antes de conseguir formular una frase coherente. La extraña se acercó lentamente a ella. Le tendió la mano. Insomnia estaba petrificada y su respiración se congeló. Escuchaba sus latidos, fuertes contra el oído, y se arrepintía de haber intentado intimar con las estrellas y la noche.
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Oniria e Insomnia
FanfictionSongfic de Oniria e Insomnia, de Love of lesbian. Para todo el atrevido que haya cruzado las estrellas por los cables, para ellos, las víctimas del vértigo, que una noche dejaron de distinguir la realidad del sueño. Si eres mi Oniria, sigo buscándot...