La pequeña historia del día que no amaneció ni anocheció.

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Los días de verano se distinguen por un sol fuerte y radiante que vivaz nos llena de luz y calor para despertar, comer, caminar y sonreír. En cambio, las noches son más hermosas, cielo estrellado, por la bella dama de plata iluminado.

Pero no siempre las cosas habían sido así. Hace tiempo, antes de que los humanos conociéramos al sol y a ella, la luna, y las estrellas; una historia de amor ya se escribía más allá de los cielos y es en uno de esos días de los que jamás amaneció que comienza esta pequeña historia.

Estaba el grandioso sol pensando en su larga y poderosa vida, siempre había soñado con ella, pero nunca había podido verla. Eran tan diferentes, trabajaban en distintos horarios, él acostumbraba a pasear alumbrando y calentando todo a su alrededor con cómodos bermudas; en cambio ella prefería vigilar todo desde la oscuridad siempre bien abrigada por el glacial aire que enfriaba el universo.

Tenían, ambos, estrictos jefes que no los dejaban, por ningún motivo, abandonar su trabajo con intenciones de encontrarse para probar su pasión inmarcesible. El Tiempo y la Madre Tierra; pareja de dueños de lo que existe y lo que aún no, les resultaba inconcebible la idea de que estos dos astros enamorados se encontrasen en algún instante digno de su amor.

Ella era oscura, misteriosa y elegante, siempre con la frente en alto, en ocasiones gustaba de influir en la tierra agitando los mares con su gran encanto. Por otro lado, él era carismático y con buen humor, bonachón y despreocupado, sonriente y muy afable.

Sus miradas siempre se cruzaban al salir y entrar de cada turno, anhelando algún día o alguna noche poder escapar juntos y bailar sobre la vía láctea por un modesto pero inestimable momento.

El Sol, como todos los días, se preparaba para comenzar un día más de jornada, y habiéndose levantado anticipadamente se detuvo un instante para observar a aquella dama plateada a la cual le dedicaba sus más brillante e incandescentes rayos; tomó fuerzas y repentinamente, de un extremo de la tierra al otro, le gritó: « ¡Luna! ¡Ya no puedo amanecer un día más si no es contigo; escapemos juntos hacia ningún lugar en particular! »

Ella quedó anonadada; siempre había deseado poder huir por tan solo un día o una noche con aquel resplandeciente astro que muy amable, como todo un caballero, procuraba dejar la luz encendida todas las noches. La Luna lo pensó dos segundos, esto para no parecer apresurada y haberlo decidido en uno, de inmediato le grito que sí desde el otro extremo de la tierra, él tomó su mano y juntos escaparon hasta que la tierra quedó imperceptible, perdida en la lejanía.

En la tierra nada era oscuridad ni luz, era un lugar mudo sin resplandor ni abnegación; todas las plantas y los animales se preguntaban qué era lo que ocurría. Al pasar el tiempo por la tierra y percatarse de que no había ni Luna ni Sol, se enfadó de tal manera que mando a la mitad de los planetas a buscarles y como era de esperarse, fueron encontrados.

El tiempo desató sobre ellos una tremenda furia que lo obligo a castigarles, no podrían volverse a ver a la cara hasta el final de sus días, pero el amor que ambos se profesaban era tan sincero y fuerte que una promesa vivió para siempre; uno no podría jamás existir sin el otro.

Es hasta nuestros días que siguen sin poder mirarse a la cara, pero el Sol sigue siendo tan caballeroso como antes lo era e invariablemente recuerda en dejar una luz encendida para que su amada no se quede en tinieblas. Ambos saben que aquel día que se escaparon y bailaron por toda la vía láctea vale cada día y cada noche de lo que el castigo y sus vidas les durarán. 

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