Capitulo Uno

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Regina Mills se sirvió media taza de café. La necesitaba.
Su primera cita había sido a las ocho y no había parado desde
entonces.
–¿Qué es eso tan importante que ha pasado? Iba de camino
a Wood's Street para enseñar un apartamento a un cliente
cuando recibí un mensaje de Gold diciéndome que lo dejara
todo y viniera aquí directamente.

Belle, la recepcionista de Gold & Son, siempre al
corriente de todos los rumores, se encogió de hombros.
–Si eso fue lo que te dijo, será mejor que no le hagas
esperar –dijo Belle con una sonrisa.
Sin duda, sabía del asunto más de lo que aparentaba.
Gina dejó la taza de café y subió los escalones de dos en
dos. Tenía fundadas esperanzas para pensar que Gold ,
el dueño de Gold & Son, la agencia que controlaba la
mayoría de las transacciones inmobiliarias de Mine, podía
darle el puesto de «asociado» que había quedado vacante en la
empresa.
Trató de serenarse al llegar a la puerta del despacho de
Gold.
Se recogió el pelo con el prendedor de plata de su bisabuela,
se estiró la falda y se abrochó el botón de arriba de la blusa
antes de abrir la puerta.
–¡Belle! ¿Ha venido ya? –exclamó Gold sin levantar la
cabeza del escritorio, y luego añadió al ver a Gina –: ¿Dónde
demonios has estado?
–Estuve a primera hora enseñando la casa de Wood's Street a un
matrimonio. Se mostraron muy cautos y reservados, pero a la
esposa le brillaban los ojos como las luces de fuegos artificiales durante
el pleno 4 de Julio. Seguro que nos harán una
oferta hoy mismo. No he parado en toda la mañana. ¿Tan
urgente es esto, Gold? He quedado con la señora Granny para
enseñarle el apartamento de St Girl’s 12 dentro de media
hora y el tráfico está imposible.
–Olvida eso. Ya he enviado a Graham.
Graham era la pareja ocasional de Regina. Había ido a
Each Forest a un campeonato de rugby y ella no esperaba su vuelta
hasta fin de mes.
–¿Graham? Pero lady Granny me pidió que fuera yo
personalmente...
–Olvida a Su Señoría y echa un vistazo a esto –dijo Gold,
acercándole la última edición del Time Edition.
La revista estaba abierta por una sección en la que se
anunciaba a toda página Storybrooke, una mansión histórica y señorial de la campiña inglesa que acababa de ponerse en
venta.
En la foto, la densa niebla del amanecer la había dotado de
un aura dorada llena de encanto que ocultaba sus muchas
deficiencias.
–Ha quedado muy bien en la foto –dijo Gina–. Seguro que
lloverán las llamadas.
–Espera y sigue leyendo.
–Sé lo que dice, Gold. Yo escribí el artículo. Con tu
aprobación.
–No. Yo no aprobé... esto.
Gina frunció el ceño. Conocía el carácter irascible de Gold,
pero se imaginó que debía de haber algo más. ¿Se les habría
escapado a los dos algún error de bulto? No lo creía probable.
Lo había redactado con mucha atención. Leyó detenidamente el
artículo que daba cobertura a la foto:
Una mansión señorial del siglo en un lugar privilegiado de
Mine Down y con un buen acceso a las autopistas de
New York, Boston y West. Hasta aquí las buenas noticias. Las
malas son...
–Siga, siga, no se detenga.
No era Rumple Gold quien había pronunciado esas irónicas palabras.
Gina se dio la vuelta y vio sorprendida a un hombre
mirándola fijamente. Estaba sentado frente a Gold en un sillón
de cuero de respaldo alto.
Todo en él parecía oscuro y sombrío. Llevaba un traje oscuro
su pelo castaño cenizo y sus ojos eran azules como el mar. Su
atractivo rostro y su seductora sonrisa apenas conseguían
dulcificar su aspecto inquietante.
Emanaba una fuerza arrolladora. Sus anchos hombros se
enmarcaban bajo una chaqueta de lino arrugada y algo ajada.
Llevaba una camiseta ajustada que resaltaba un torso y un
abdomen lisos y musculosos. En contraste, tenía unas caderas
muy estrechas.
Sus manos eran increíblemente sensuales. Trató de
imaginarse lo que podría hacer con ellas si...
Sus ojos la estaban mirando como si quisieran penetrar en
cada poro de su piel. Sintió un intenso rubor en las mejillas y un
calor ardiente en el vientre que parecía extenderse como un
reguero de pólvora por todo su cuerpo...
–¡Regina!
La llamada de atención de su jefe le hizo volver la vista de
nuevo al artículo de la revista.
Trató de recobrar el aliento y siguió leyendo: Las malas son la humedad, la carcoma, los desconchados de
las paredes y las goteras del tejado. Sin duda, el vendedor habría
preferido demoler la casa y volver a construir una nueva, pero la
mansión, ubicada en el corazón de Mine , está
declarada de interés histórico y no le está permitido alterar su
estructura. Tiene una elegante escalera de roble de estilo Tudor,
pero, habida cuenta de su estado de conservación, no sería muy
aconsejable utilizarla para subir a ver las plantas superiores.
Gina, aún con el corazón palpitante por la poderosa
atracción sexual que aquel hombre despertaba en ella, tuvo que
volver a releer el artículo para poder dar crédito a sus ojos.
–No lo entiendo –dijo ella, mirando a Gold–. ¿Cómo ha
podido suceder esto?
–Esa es una buena pregunta –replicó el desconocido.
¿Quién sería aquel hombre misterioso?, se preguntó ella.
–Locksley–respondió el hombre como si le hubiera leído el
pensamiento.
Gina pensó que tenía que controlarse. Tal vez, lo que
necesitaba era una ducha de agua fría...
–¿Locksley? –exclamó ella con voz estridente y desafinada.
Parecía más bien el sonido de una rana asustada. Toda la
sangre de su cuerpo, incluida la del cerebro, parecía haberse
concentrado en las partes más íntimas y excitables de su anatomía.
La mansión estaba desocupada y la venta había sido
promovida por los albaceas testamentarios. Ella nunca había
oído hablar de la existencia de ningún heredero legal de carne y
hueso.
–Robin Locksley –añadió el hombre, como tratando de
despejar todas sus dudas.
Regina estaba acostumbrada a tratar con todo tipo de
personas, desde jóvenes compradores sin apenas unas libras
hasta magnates que invertían varios millones en la adquisición
de un apartamento o una mansión victoriana en pleno centro de
New York. Sabía que las apariencias podían ser engañosas, pero
Robin Locksley no tenía aspecto de ser un hombre cuya familia
había estado viviendo en Storybrooke desde el siglo, cuando el rey
Jaime II había concedido esa propiedad a un rico comerciante
llamado Josh Locksley, en gratitud por haber financiado a la
familia real inglesa en el exilio durante la república de Cromwell.
Aquel hombre del pendiente de oro, la chaqueta arrugada y
los pantalones vaqueros rotos por las rodillas, parecía más bien
un gitano o un pirata. Tal vez la fortuna de los Locksley se hubiera
forjado de la mano de sir Francis Drake, saqueando los galeones
españoles provenientes de las Américas. O quizá con el legado
de algunos antepasados que hubieran elegido la ruta del este
para el comercio de la seda y las especias. No en vano tenía un
nombre de ascendencia persa.
Locksley, con los rosales trepando por su fachada de
estilo Tudor, podría ser una mansión romántica bajo la espesa
bruma de un amanecer de principios de verano, pero se
necesitaría mucho tiempo y un buen montón de libras para
remozarla y hacer de ella una mansión moderna y habitable.
–Regina Mills –dijo ella a modo de presentación,
tendiéndole la mano–. ¿Cómo está usted, señor Locksley?
–¿Cómo quiere que me sienta? –respondió él, sin responder
a su saludo.
Sí, tenía todo el derecho a estar enfadado, se dijo ella. No
acertaba a entender quién demonios podía haber alterado el
artículo que ella había preparado tan meticulosamente.
–Supongo que enojado –replicó ella, tratando de quitarle
hierro al asunto–. No sé lo que ha podido pasar, señor Locksley,
pero le prometo que subsanaremos enseguida este pequeño
contratiempo.
–¿Pequeño contratiempo, dice? –exclamó Locksley con los
ojos brillando de ira como dos carbones encendidos.
Ella sintió un intenso rubor en las mejillas bajo el influjo de
su mirada penetrante, pero trató de controlarse poniendo en
juego toda su profesionalidad.
–Los compradores inteligentes comprenderán que una
mansión histórica como la suya, señor Locksley, pueda tener
algunas deficiencias.
–Y estarán dispuestos a arriesgar su vida subiendo por una
escalera carcomida, ¿verdad? –apuntó él con ironía.
–¡Regina! –exclamó Gold con un gesto de reprobación–.
¿No tienes nada que decir al señor Locksley?
–¿Qué? –dijo ella, distraída, sin poder apartar la vista de la
seductora curva del labio inferior de Robin, así como de
sus otros atractivos físicos.
Volvió a observar sus poderosos muslos, sus vaqueros raídos
y sus botas gastadas. Sin duda, al leer el anuncio de la revista,
debía de haber dejado el trabajo que estuviera haciendo para ir
directamente a la oficina. ¿Trabajaría de albañil en alguna obra?
–En realidad –añadió ella, tratando de enmendar la
situación–, la escalera solo está un poco sucia y descuidada.
Nada que una aspiradora no pueda solucionar. Ya aconsejé
contratar los servicios de una contrata de limpieza antes de
enseñar la casa a nadie. Según los informes de que dispongo, la
carcoma ya fue tratada hace años. Son las telarañas las que
podrían hacer que cualquier mujer saliese de allí gritando.
–Déjate de bromas, Gina –dijo Gold con el ceño fruncido–.
Lo que el señor Locksley está esperando es una explicación y una
disculpa.
–No se preocupe, Rumple, ya he oído bastante –declaró
Locksley antes de que ella pudiera decir una sola palabra–.
Tendrán noticias de mi abogado.
–¿Abogado? ¿Qué pinta un abogado en todo esto? ¿No
pensará...?
Robin Locksley interrumpió la frase, dirigiendo a Gins una
mirada cortante que pareció durar una eternidad. Ella se quedó
absorta, mirando sus ojos letales y sus labios que parecían
hechos para el pecado...
Finalmente, satisfecho por el efecto que su mirada había
causado en ella, esbozó una leve sonrisa, saludó
respetuosamente a Gold con la cabeza y salió de la oficina,
dejando el despacho impregnado de su presencia.
Gina apoyó la mano en el respaldo del sillón en el que él
había estado sentado. Aún conservaba el calor de su cuerpo que
parecía transmitirse a lo largo de todos sus miembros,
encendiendo pequeñas chispas en todas sus zonas erógenas
conocidas y en otras completamente nuevas para ella.
–Estaba un poco tenso, ¿no te parece? –dijo Gina con voz
temblorosa.
–Tenía motivos para estarlo –repuso Gold.
Ella se quedó pensativa. Nunca le había gustado ese tipo de
hombres sombríos y melancólicos. Demasiado complicados. Y
groseros.
El estruendo de las bocinas de los coches le hizo volver de
sus reflexiones. Robin Locksley estaba cruzando la calle sin
preocuparse aparentemente del tráfico. Varias personas se arremolinaban en la acera viéndolo pasar en dirección a Time
Square. La mayoría eran mujeres.
Bien. Al menos, no era ella sola.
De repente, él se detuvo, se dio la vuelta y miró hacia arriba
a la ventana, como si adivinara que ella estaría allí
observándolo.
–¡Regina!
Ella parpadeó un par de veces sobresaltada al oír la voz de
su jefe.
–¿Has hablado con el director de la revista? –preguntó ella, tratando de
disimular su desazón.
–Fue lo primero que hice cuando el abogado del señor
Locksley me llamó esta mañana –respondió Gold, levantándose
del escritorio y sacando un expediente del archivador–. Toma,
léelo. Me lo envió hace una hora.
Era una fotocopia del original del anuncio de Storybrooke,
exactamente igual que el que ella había leído. Tenía el visto
bueno y la firma de ella.
–Gold, debe de haber un error –replicó ella, después de
leerlo–. Esto no es lo que yo firmé.
–Pero tú lo escribiste.
–Algunas de las frases me resultan familiares –admitió ella–.
Pero...
A veces, escribía el borrador de un anuncio resaltando los
defectos de una casa para ayudar al vendedor a ver su
propiedad a través de los ojos del comprador.
–¡Oh, vamos, Gina! Te conozco bien. El artículo tiene tu
estilo peculiar.
–¿Mi estilo peculiar? Todo lo que digo en el artículo es
verdad. Los techos están agrietados y la lluvia se puede filtrar
por las rendijas –respondió ella, odiándose a sí misma por
ponerse a la defensiva a pesar de no ser la responsable de la
publicación de aquel artículo.
La casa llevaba abandonada dos años, desde que su último
inquilino, aquejado de Alzheimer, había sido ingresado en una
residencia.
–¿Y qué me dices de la escalera?
–Me gustaría que hubieras visto con tus propios ojos el
polvo y las hojas secas que se han debido de colar por una de las
ventanas que tiene los cristales rotos. Vamos, Gold, sabes de
sobra que yo sería incapaz de enviar un artículo así a la revista.
–¿Estás segura? Has estado trabajando mucho últimamente.
Quizá demasiado. Nadie puede mantener ese ritmo de trabajo
durante mucho tiempo sin sufrir luego las consecuencias... En
fin, todo me hace pensar que debiste de mandar a la revista
una versión errónea del artículo. En realidad, yo tengo la culpa.
Debería haberlo visto venir. Te he estado presionando demasiado últimamente en el trabajo.
–No mandé ninguna versión equivocada del artículo. Si
hubiera cometido algún error, ¿no crees que me habría dado
cuenta cuando hubiera visto la galerada definitiva?
–No me cabe duda. Si hubieras tenido tiempo para revisarla.
–Revisé palabra por palabra. Además, ¿en qué demonios
estaban pensando en el Time Edition? ¿Por qué no se les ocurrió
llamarnos para confirmar si era eso lo que de verdad queríamos
publicar?
–Lo hicieron. Llamaron a la oficina el día veinte. Así consta
en el registro de llamadas.
–Muy bien, ¿y quién fue el imbécil que habló con ellos?
Gold le entregó el registro telefónico para que ella pudiera
verlo por sí misma.
–La imbécil a la que te refieres se llama Regina Mills.
–¡No!
–Según el jefe de publicidad, tú les aseguraste que se
trataba de la versión definitiva del artículo.
–Te aseguro que nadie del Time Edition se puso en contacto
conmigo.
–¿Qué pretendes decir? ¿Que el director de publicidad del
Time Edition está mintiendo? ¿Que alguien de la oficina se hizo
pasar por ti? Vamos, Gina, ¿quién querría hacer una cosa así? ¿Qué sacaría con eso? Pero tienes razón en una cosa –añadió
Gold–. El teléfono no ha dejado de sonar en toda la mañana.
Pero no por clientes deseando ver Storybroke, sino por los
columnistas de la prensa sensacionalista, solicitando
información adicional con la que echar más leña al fuego.
Gina negó con la cabeza. Ya no servía de nada tratar de
averiguar cómo había sucedido todo. Lo que había que hacer
era ver la mejor manera de arreglarlo.
–Bien mirado, no hay nada como una publicidad
escandalosa. Bien manejada...
–Por el amor de Dios, Gina. Has conseguido que esta
empresa y el señor Locksley seamos el hazmerreír de la gente. No
hay manera ya de «manejar bien» nada. Nos ha retirado la casa.
Además del perjuicio económico que ello conlleva, no solo
tendremos que hacer frente a la demanda por daños y
perjuicios que nos pondrá probablemente, sino también al
deterioro que este asunto va a ocasionar en la imagen y el buen
nombre de Gold & Son.
–Todo eso tendría arreglo si encontrásemos enseguida un
comprador –replicó ella–. La noticia aparecería este fin de
semana en las páginas centrales de todas las revistas
inmobiliarias.
–Me alegro de que te des cuenta de la magnitud del
problema. No había nada como un poco de escándalo para aparecer en
las páginas centrales de la prensa especializada. Por desgracia,
todas las indagaciones que ella había hecho sobre el origen de la
fortuna de los Locksley habían sido infructuosas. La familia se
había mostrado siempre muy cauta y reservada. Sin embargo, se
imaginaba que, si Jaime Locksley había sido el benefactor del rey
de Inglaterra en el exilio, Charles II le habría concedido algo más
que aquella pequeña mansión londinense. Tal vez, un título y un
lugar en la corte.
Probablemente, Robin Locksley habría tratado de ocultarlo,
presentándose de aquella manera tan informal, con el pelo
revuelto y un pendiente en la oreja. Había algo misterioso en él,
además de su poderoso atractivo, y ella estaba dispuesta a
averiguarlo.
La idea le atraía por muchas razones.
–Vamos, Gold. La casa está en un sitio privilegiado y los
compradores dispuestos a pagar ese dineral no se van a volver
atrás por unas cuantas deficiencias propias de cualquier
mansión de esa antigüedad. Haré algunas llamadas y me pondré
en contacto con ciertas personas. ¡Maldita sea! ¡Si hace falta, iré
a Storybrooke y barreré yo misma esa casa!
–No harás nada, ni hablarás con nadie. Yo te diré lo que
vamos a hacer. Te he reservado una habitación en la clínica
Paitilla...
–¿La Paitilla? Era una clínica muy prestigiosa donde acudían las
celebridades con problemas de adicción a las drogas o al
alcohol.
–Vamos a emitir un comunicado diciendo que estás
sufriendo una crisis de estrés y que vas a pasar una o dos
semanas en reposo absoluto bajo supervisión médica.
–No.
Ella ya había tenido de niña bastante experiencia con las
enfermedades como para pasar un solo minuto más en un
hospital sin una causa justificada.
–Mientras te recuperas, tendrás tiempo para reflexionar
sobre tu futuro.
–¿Mi futuro? Tienes que estar bromeando, Gold. Esto se te
está yendo de las manos. Esta empresa necesita ideas nuevas,
una persona joven con iniciativa que…
–Lo único que necesita –dijo Gold recalcando muy bien sus
palabras– es tu colaboración. He hablado con Peter Black y él ha
puesto el caso en manos de nuestros abogados. Todos estamos
de acuerdo en que esta es la mejor solución.
Ella se dio cuenta de que no quería escucharla. No deseaba
saber lo que había sucedido, solo quería salvaguardar la
reputación de su empresa. Necesitaba una cabeza de turco. Y
esa era su firma en el anuncio.
–¿Qué clase de abogados tenemos que se prestan a encubrir una mentira?
–¿De qué mentira hablas? Una crisis le puede ocurrir a
cualquiera de nosotros.
¿Una crisis?
Gina estaba a punto de estallar. Gold esperaba que ella
aceptase ingresar en la clínica Paitilla  para poder decir a su
consejo de administración que el problema estaba resuelto.
Pero ella no iba a tirar su carrera por la borda. Estaba dispuesta
a defenderla con uñas y dientes.
–No me prestaré a hacer tal cosa.
–Es lo mejor que se puede hacer para resolver esta pesadilla
que tú misma has creado, Regina. Te recomiendo por tu propio
bien que colabores.
–¿Por mi propio bien? Dirás por el tuyo. Me quedaré sin
empleo. A menos, claro, que estés dispuesto a recibirme con los
brazos abiertos después de mi cura de reposo y tenga ese
puesto de asociada por el que tanto he luchado en estos últimos
años.
–Tengo que pensar en la empresa. Por favor, Regina, no
hagas esto más difícil. ¿Por qué no admites que cometiste un
error porque estabas enferma? Todo el mundo, tal vez incluso el
propio señor Locksley, lo comprenderá y te verá con buenos ojos.
A ti y a la empresa.
–Yo no cometí ningún error –repitió ella con firmeza.
Pero incluso sus propias palabras estaban empezando a
sonarle como a la niña que, con la crema en los labios, se
negaba a confesar que se había comido los pastelitos que su
madre había preparado para el desayuno de su reunión
benéfica.
–Lo siento, Regina, pero, si te niegas a colaborar, nos
veremos obligados a despedirte, alegando haber ocasionado el
descrédito de la empresa. En ese caso, no tendremos más
remedio que demandarte por los perjuicios causados de forma
intencionada.
–No estoy enferma. Puede que el anuncio no fuera del
agrado del señor Locksley, pero todo lo que se decía en él no era
más que la verdad. Si estás dispuesto a seguir adelante con este
juego, yo también. ¿Quién sabe lo que podemos encontrar
debajo de la alfombra? –dijo ella desafiante, saliendo por la
puerta sin esperar la respuesta de su jefe.
Ya sabía a qué atenerse. O declararse una chiflada o
enfrentarse a una demanda. No tenía ningún sentido seguir con
aquella discusión.


Notas Finales :
Hola babes espero que les guste esta nueva historia pronto actualizare esta y mi otra historia aclaro que esta historia no es 100 por ciento de mi autoria pero la hago con mucho amor espero sus like anores ! Acepto ideas ...

" dispuesta ha hacer cualquier cosa "Donde viven las historias. Descúbrelo ahora