🍭

66 14 8
                                    

-¿Si te preguntan si quieres ir por helado?

-Soy intolerante a la lactosa.

-¿Si te invitan a un paseo?

-El señor más grande y más cercano es mi padre.

-¿Si te encuentras a los que te molestan?

-Paso de largo porque no quiero problemas.

-¿Si una casa te asusta?

-No voy aunque me paguen.

-Eres un muy buen niño.

Treinta y uno de octubre. El sol que cae deja un anaranjado calabaza caer en forma de crepúsculo tardino. Las siete rozan en el reloj cuando, con una emoción más grande que su pequeño cuerpo, un niño de seis años está preparándose para la que sería su primera vez pidiendo dulces estando sin sus padres.

Por la noche, sus progenitores estarían yendo a una fiesta. Y el pequeño, que había estado insistiendo casi todo el año en independizarse por ese único día decidió tomar ventaja de que sus padres se debatían entre si ir a aquella fiesta o no. Niñeras irresponsables, alcohol tentador, música de moda y diversión segura fueron las claves que el niño necesitó y de las cuales abusó para poder conseguir aquello que quería.

Sin más dilación, se plantó frente a sus padres. Al principio ellos habían estado totalmente en contra.

¡No eres suficientemente maduro!

Alegaron entre pequeñas risas ante la basta ternura de su seisañero. Con un mohín que derretía corazones, ojitos grandes dio firmes pasos hacia su habitación de donde no volvió hasta tener con él una sorpresa para sus padres.
En el presente año se había negado a depender de sus mayores para aquel día de tanta afición. Su madre siempre gastaba dinero en disfraces o tiempo en hacerlos porque ella era una fiel admiradora de los destellos en la mirada de su hijo y su sonrisa de corazón cuando veía este que su disfraz estaba frente a él. No, él no quería estar bajo el ala de mamá gallina y depender del calor de sus plumas.

Durante un año, el pequeño supo hacérselas para ganar dinero.
Vendió sus crayones favoritos a toda su aula, sus galletas de niño bien portado que le daba la maestra. Había garabateado tareas a cambio de algunos centavos, y se resistía a ir al zoológico cuando su padre le daba la mesada.
Pero tanta dolorosa fuerza de voluntad había hecho crecer un muy dulce fruto en forma de disfraz.
Era el más simple. Sus ahorros no alcanzaban para más. El más barato. El más soso. Pero, oigan, él lo había conseguido. Para menos fue su alegría cuando al fin lo había comprado. Incluso se le habían escapado algunas lagrimitas de la pura emoción.

¡Un punto a favor!

Con llamados repetidos en un tierno tono aniñado, el infante corrió a mostrarle a su mamá que había hecho tal proeza.
Y claro estaba que la mujer si sufrió de una sorpresa, pues no solo había visto que efectivamente su pequeño había conseguido su propio disfraz, sino que el brillo en sus ojos que irradiaban esperanza era más fuertes que otros días, eran destellos tan grandes, que no lo creía.

Fue por eso, y tomándole la palabra a aquello de que hacer al niño crecer desde temprano traería cosas buenas, le dejó ir. Eso sí, como la madre súper protectora que era, le dio miles de instrucciones y otros miles de miles de advertencias. Ve ahí, no cruces allá, evita por acá y no vires a ver por acullá.
Con por nervios picándole que de gusto, la señora dejó ir a su pequeño. Su esposo, por su parte, estaba más que de acuerdo en dejar ir al niño. El señor estaba feliz, pues habían sido días en los que él esperaba unas ganas tan fervientes como las que su pequeño corazón retumbaba al obtener el permiso.

Solo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora