José Ignacio siguió alejándose calle abajo, cruzó el sector por donde una vez a la semana se instalaba la feria de productos agrícolas, caminó unas dos cuadras más y, buscando donde quedarse, encontró un espacio entre dos muros que separaban una iglesia evangélica y un local de comida china. La separación entre muros no superaba el metro, pero tenía más de tres de fondo y el suelo era de cemento áspero. Y, prácticamente estaba protegido por los aleros del techo de ambas construcciones. Nada había allí, sólo olor a orines y a comida asiática. No estaba tan sucio. José Ignacio no lo pensó dos veces; limpió como pudo el lugar y allí se instaló. Jamás se imaginó que él, siendo lo que fue, un prestigioso doctorado en modelos predictivos sociales; viajero incansable, dictando clases en otros países; viviendo en uno de los más exclusivos barrios residenciales de Santiago de Chile, fuese a parar allí, en ese improvisado refugio, con prácticamente nada. Sería por poco. Al día siguiente correspondía día de feria y no le convenía estar muy lejos de ella. Había que llenar el carrito para sobrevivir una semana.
Y, así lo hizo. Sus ya conocidos donantes lo saludaban eufóricos y bulliciosos con el acostumbrado "¡Hola Nachito! ¿Y cómo va la pierna?" Él levantaba una mano, sonreía casi, y hacía un gesto con su mano empuñada y el dedo pulgar arriba, en señal de "todo bien". Rápidamente, le metían al carrito, peras, manzanas, plátanos, zanahorias, limones y... le regalaron una pequeña cortaplumas para pelar bien las frutas. Se mostró agradecido, pero las papas las rechazó al no tener en donde cocinarlas. También le regalaron una fuente de plástico para que preparara sus "veganas" comidas. Regresó a su nuevo refugio; allí, en un rincón había dejado su bolso azul con la frazada y el cuadro con la fotografía adentro. Afortunada estaba todo intacto. Pero el espacio no estaba solo; había alguien más, y justo a la entrada. Se miraron cara a cara, a los mismísimos ojos, sin decir nada. Fueron largos segundos. Los separaba un corto espacio, no más largo que su propia sombra. José Ignacio puso una rodilla en el suelo de cemento, estiró completamente su brazo derecho con su mano abierta y la palma hacia arriba. Su silencioso acompañante se le acercó cautelosamente, lo olfateó, movió la cola, abrió el hocico y pareció sonreír. El hombre le acarició la cabeza y... aquel perro de raza indefinida y tamaño mediano... le ofreció su amistad.
Pasaron los días, José Ignacio dormía sobre cartones, para aislar su cuerpo del cemento; se tapaba muy bien con su frazada de lana, aunque no pasaba mucho frío por las noches. El muro que correspondía al local de comida china, siempre estaba tibio, y algunas veces caliente, al parecer al otro lado debería estar la cocina. Un ducto de aireación en el techo así lo confirmó. "Su" perro; su compañero, estaba acostumbrado a que, dos veces al día, los chinos le echaran agua en un tiesto y le dejaran comida sobrante en la entrada de la separación de los dos muros. Por su parte, el inteligente animal cuidaba la entrada del local comercial y lo protegía de los maleantes. El sexto sentido del noble perro era inequívoco. Y los chinos ya se habían salvado de varios asaltos; al menos dos veces, el hocico del bravo animal agarró a dos solitarios ladrones justo cuando salían huyendo con su botín.
Los chinos pronto supieron que allí, tras sus muros, estaba sobreviviendo un hombre en situación de calle. Trataron de hablar con él pero sólo gestos fueron sus respuestas. Le llevaron comida y agua. Y le dijeron que lo iban ayudar. Su estado era lamentable, muy sucio, muy mal oliente, su barba era muy larga y desordenada; sus cabellos, como los de un auténtico hombre de las cavernas. Sus zapatos muy gastados, y uno sin cordones.
Sentado en el suelo, José Ignacio le acariciaba la cabeza a "su" perro y éste le demostraba su cariño con unos cuantos lengüetazos sobre el dorso de la mano que lo acariciaba. Y, ocurrió lo inesperado. El hombre y el animal, mirándose fijos, pudieron comunicarse. Y el hombre , con mucha tristeza, por fin habló:
--- Compañerito, cómo quisiera que pudieses comprenderme. Ya ni sé cómo llegué a esta situación. Lo he perdido todo, compañerito, todo. Perdí a mis dos hijas y a mi esposa en un accidente; ellas... fallecieron. ¡Por mi culpa, compañerito! Perdí mi trabajo porque no quise saber nada de nada; quise aislarme de la realidad; quise aislarme del mundo. Perdí mi casa, compañerito, una hermosa casa, y me la quitaron por mis deudas impagas. Y, aquí estoy, hablando contigo, después de largo tiempo sin querer hablar con nadie. Me dijeron de todo; me insultaron muchas veces, y nunca respondí. Simplemente no quería hablar. Reconozco que en la feria, hay gente que me quiere y me ayuda. Pero, ahora, tú eres mi verdadero amigo. Curiosamente, por tú inteligencia, yo te veo como... como a un humano, y yo me veo como si fuese... como si fuese un perro, pero como un perro vagabundo, hambriento y sin dueño. No me avergüenzo de compartir un plato de comida contigo, no. Pero ya no puedo más. Estoy cansado de esta situación. Compañerito, no me abandones. Y donde yo vaya... te pido que me acompañes. Gracias... por estar aquí... --- Paró de hablar José Ignacio, creyendo ver en los ojos del animal unas cuantas lágrimas que rodaron por sobre el hocico. Un nudo en la garganta y una molestia en el pecho dejaron al hombre inmóvil algunos segundos, luego continuó:
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EL URBITAÑO DE SANTIAGO
Não FicçãoCOMPLETA. Se trata de una historia cuyo protagonista es un hombre maduro; sociólogo de profesión, y doctorado en modelos predictivos (futurólogo). Sin embargo, jamás imaginó cómo sería su propio futuro. Una imprevista tragedia familiar camb...