El Payito

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Finalmente me decidí a contarles una anécdota que guardaba con mucho recelo, la del extraño encuentro con el Payito. Un personaje solitario, cuarentón, de las calles de San Juan, conocido por todos por su particular condición de ser ciego y albino. Algunas veces se lo veía en el centro de la ciudad caminando con su bastón, otras, en los colectivos vendiendo calendarios de bolsillo o alguna estampita, y en rara ocasión, deambulando en las calles de algún departamento alejado. Alguna vez me contaron que tiene una salud mental comprometida, pero no me consta.

De ésto ya pasaron algunos meses, por ende algunos detalles se me escaparán, pero lo esencial de la historia, lo fantástico, aún perdura en mí. Recuerdo bien que el día estaba nublado porque los colores de la ciudad, los edificios, los autos, las vestimentas, se veían deprimentes. Me dirigía a la biblioteca de la Facultad de Exactas para renovar el préstamo del Jackson, la biblia del electromagnetismo. Como me es costumbre, camino unas once cuadras desde mi casa hasta la parada del colectivo, donde espero el 21. Al llegar, lo veo al Payito, con su melena blanca despeinada, parado solo en la esquina, junto al cartel destruido que señala la parada. En silencio, también me acomodé junto al cartel. De curioso que soy, lo miro de reojo varias veces; tenía sus dos manos descansando en el extremo del bastón, se le escuchaba un balbuceo sin definir y su mirada muerta parecía perderse en el piso.

El ruido urbano se ve interrumpido cuando saca un papel de su bolsillo y me pregunta:

― Disculpe, buen día. ¿Cómo está amigo?

― Bien, bien. ¿Y usted? ―Respondí rápidamente.

― Uff… mejor ni te cuento, no vaya ser que te dé envidia. ¿Me podrías hacer un favor, me leerías la dirección que tengo anotada aquí? ―Preguntó mientras me extendía el papel.

Lo desdoblé y lo leí en voz alta; recuerdo que estaba escrito con lapicera roja; recuerdo, también, que contenía indicaciones sobre cómo llegar a una iglesia; detallaba que debía tomarse el 9, y que tendría que caminar algunas cuadras hacia el norte y otras hacia el oeste; no recuerdo cuántas ni en qué orden, lamentablemente. Con total ligereza y confianza, prosigue a contarme sobre el sacerdote de esa parroquia, quien le había ofrecido un pequeño empleo como recolector de limosnas durante las misas. Una tarea difícil para el que carece de visión, pues debe encontrar su camino en los largos pasillos, entre bancos y piernas despatarradas; aunque rutinario, pensé, para quien vive de vender estampitas en colectivos. El Payito (lamento confesar que jamás supe su nombre, y a quien le preguntaba sobre él, lo referenciaba con su apodo: el Payito) aparentaba buen ánimo, me charlaba sobre la iglesia y las actividades solidarias que hacían los fines de semana, mientras yo replicaba con algún que otro “qué bueno” o “mira vos.” Me tomé el atrevimiento de tutearlo ya que él hizo mismo.

En un momento se me cruza un pensamiento, una curiosidad mejor dicho, que en alguna oportunidad atrapó mi imaginación. “¿Cómo soñarán los que nacen ciegos?” Sabía que quienes perdían la visión durante su vida, seguían soñando con imágenes. Pero me fascinaba saber cómo era el sueño de quien no puede ni imaginarse un color en la vigilia.

Un cambio en el tono de su voz me llama la atención, me había preguntado si esperaba el colectivo que lleva a la facultad, ya que los jóvenes que esperan el colectivo en esta calle, generalmente, van a la facultad.

― Sí… voy a la biblioteca a renovar el préstamo de un libro, así puedo seguir estudiando.

― Qué bueno, ¿y qué estudias che?

― Estudio astronomía, pero ahora tengo que rendir una materia que se llama Electromagnetismo. Es pura física―le respondí. 

Tras unos segundos en silencio, sus ojos como de fantasma, se movían como si estuviese pensando.

― Curioso encuentro el nuestro, ¿no te parece? ―Me preguntó con voz seria, pero relajada.

― ¿Por qué? ―Dije, con un poco de miedo.

― Tú, un científico estudiando la luz, y yo, un ciego que jamás podrá ser científico, pues en la ciencia se necesita ver para creer.

― Es una interesante forma de verlo ―me di cuenta tarde, pero les juro que dije eso. Por suerte, los dos nos hicimos los distraídos―. Pero aun así, no creo que haya inconvenientes para que un no-vidente pueda ser científico. Se me ocurre el caso de Galileo, que era astrónomo y ciego.

― Galileo no nació ciego, perdió la vista de tanto observar las manchas solares, ¿o me equivoco? 

Me llamó la atención, no porque tuviese razón, sino porque me dejó pensando si realmente sabía lo que es una mancha. Su imaginación no funciona con imágenes, ya que su cerebro nunca aprendió lo que era tal cosa. Experimentar algo a la distancia, sin tocarlo, ni olerlo, ni oírlo, le debía resultar cotidiano, supuse, pues su entorno le recordaría diariamente que algo así es posible; pero a la vez le resultaría extraordinario, al tratar de imaginarlo. Este hombre vive en un mundo completamente diferente al nuestro. El sentido de profundidad, de volumen, que nosotros tenemos al cerrar los ojos, lo heredamos de lo que aprendimos con la visión; pero ¿cómo percibe la profundidad un ciego?. Cuando recuerda una naranja, ¿cómo recuerda su volumen esférico? Nuestro mundo es, sin dudas, tan inconcebible para él, como el suyo para nosotros.

Me distrae el rugido del 9 que se acercaba. Le podría haber avisado que se lo tomara y dejado la conversación inconclusa, pero nada me aseguraba que volvería a ver al Payito próximamente. Me preguntó cuál era el colectivo, le respondí «el 10». Lo dejamos pasar. Realmente quería seguir conversando con él.

― Recuerdo la historia del ciego que al descubrir que no podía ser científico, fue pintor ―me dijo.

― ¿Y cómo hace un ciego para ser pintor? ―pregunté curiosamente.

― Pues solo el ciego pintor sabe cómo. Yo apenas recuerdo la historia, que casualmente no es muy conocida, y los pocos que sí la conocen, desconfían de su veracidad. Aparentemente, el ciego, así de nacimiento, era capaz de soñar con imágenes, formas y colores. Algo imposible por su condición, o al menos eso pensaban todos. Le era imposible explicar con palabras lo que soñaba, pues las formas carecían de sentido para él, que no podía asociarlas a objetos conocidos. Aunque soñara el más bello paisaje, todo lo percibía en un plano, porque la profundidad le resultaba ajena a sus sentidos. Aunque soñara con todos los colores del espectro, no sabría que eso, de apariencia sobrenatural, es lo que los videntes llaman “color.”

» Aun así ―continuó―, el ciego intentó plasmar en el lienzo lo que soñaba. Le pedía a su hermano que le ubicara, junto al bastidor, siete pinturas de diferentes colores en tazas de té, y él utilizaría sus dedos para pintar. A puro tacto. Como era de esperarse, lo pintado no se asemejaba a nada que uno encuentra en este mundo. Sin embargo, se distinguían formas bien definidas, que cada quien interpretaba a su antojo. En fin… la historia se fue haciendo conocida, de boca en boca, y como en todo chisme, no faltaron las teorías de las viejas que aseguraban que veía el Paraíso por inspiración de la Virgen, otras decían que era obra del Demonio. Otra teoría, más cuerda, decía que eran impulsos eléctricos espontáneos en el centro óptico del cerebro. Quién sabe. La historia dice que la familia vendió las pinturas a muy buen precio, ya que tenían cierta fama y cierto misticismo en ellas. Pero el ciego se sintió defraudado por su familia cuando lo presionaron para que hiciera una pintura al mes, utilizándolo como fuente de ingresos. Dicen que huyó de su casa y su ciudad con solo 19 años, y ahora vive en las calles haciendo lo mismo que hacen todos los ciegos: vender estampitas. 

Inmerso en su relato, me distrae esta vez un niño, que llegaba corriendo a la parada a esperar el colectivo; la madre venía caminando a lo lejos. «¡Allá viene el 9, mami!». Su grito nos advirtió a los dos que la conversación había terminado. Él se fue acercando a la orilla de la calle para que lo vea el chofer. Yo todavía estaba perdido en lo inverosímil del relato.

― Bueno, ¡suerte con el electromagnetismo! ―me dijo, mientras subía al colectivo.

― Gracias. ¡Hasta luego! ―dije, convencido de que no lo volvería a ver. De pronto se me ocurre, tarde como todas mis buenas ideas, que quizás… ― ¿El pintor, era albino? ―Me apresuré a preguntar.

― ¿Qué es eso? ―Respondió, con una gran sonrisa. 

Así quedé, esperando el 21, con el Jackson bajo el brazo y contemplando lo imposible. Lo de todos los días. Pero esta vez, quedé con la sensación agridulce, de que lo imposible, me contemplaba a mí.

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