La inusualmente fría tarde de Noviembre obligó a Reid a abrigarse un poco más de la cuenta. Podía ver por la ventana de la tienda cómo una señora, que parecía estar terminando su atareada compra, se colocaba la bufanda con el rostro torcido en un gesto incómodo. En la tienda no tenían termómetro, ni radio para anunciar la previsión del tiempo (hacía un par de días que se rompió; tampoco era una prioridad comprar una nueva), así que un improvisado y bienintencionado espionaje a las personas que transitaban Myriad al atardecer fue la única forma que tuvo de comprobar la temperatura. También este gesto le hizo recordar que el gerente de la tienda le había pedido que comprara un par de piezas de recambio; la pesada bolsa de la mujer con el logo de una ferretería cercana, casualmente, fue lo que activó ese recuerdo en su cabeza. Echó mano del abrigo colgado en el viejo perchero, se sacudió un poco los blancos cabellos y abrió la puerta de la calle.
Pero Reid no notaba el frío otoñal. No, al menos, de la misma forma que la señora que se perdía en la distancia.
Sus pasos eran inaudibles dentro del bullicio myriense. La tienda en la que vivía estaba en una ubicación inmejorable: una de las calles del distrito comercial que, si bien no era la más concurrida del área, era bastante más agradable que la superpoblada calle principal en la que los vendedores del periódico gritaban a son de campana las noticias más relevantes del día. El traqueteo de los carruajes no se escuchaba apenas en el establecimiento de Reilly, e incluso había una bonita cafetería con terraza en el local contiguo, lo cual atraía a todos los compradores ya exhaustos de la jornada.
Este lunes estaba siendo bastante más concurrido de lo habitual en el distrito comercial; incluso para ser un lunes, el frenesí se palpaba en el ambiente y los carruajes pasaban a una velocidad que bordeaba el límite establecido en dirección hacia el Parlamento de Adea. Los noticieros se desgañitaban repitiendo una y otra vez la "palabra del año", y los periódicos que trataban de vender apenas hablaban de otra cosa. E incluso entre los murmullos de la gente se podía distinguir fácilmente el sempiterno tema de conversación.
Pero él no sabía de qué hablaban. Había preguntado a Reilly, pero no consiguió una respuesta clara de su dueño; farfullaba con desdén algo sobre "propaganda política" y "esos estúpidos hombres del mar, ¡ya no saben qué inventarse para colarse en el Gobierno!" y alguna que otra palabra poco amable hacia las personas de tez azulina. No eran asuntos para un pequeño androide de compañía. Reid tenía que limitarse a trabajar, cumplir con lo mandado, y tratar por todos los medios de no sobresalir.
El recado del día era ir a por piezas de recambio para un androide defectuoso que habían devuelto a la tienda. Un par de pistones, un engranaje central (los nuevos modelos de androides tenían un único "engranaje maestro" que sustituía la pesada maquinaria que llevaban los modelos antiguos, y que llevaba Reid en el pecho) y un ojo de porcelana. Cuando Reilly le dio la lista de la compra por un minuto pensó que ese ojo podría ser para reemplazar su ojo izquierdo, que llevaba ya bastantes años roto, pero bien sabía que esa reparación era demasiado difícil y costosa para su propio precio de venta. Simplemente le salía más a cuenta descatalogarlo y tenerlo como recadero, y si se daba la ocasión, alquilarlo a familias adineradas que necesitaran un niñero de manera puntual. Aquél era el cometido inicial del androide, pero debido a que su ojo de cerámica tenía una fractura bastante importante en el iris pintado, su aspecto dejaba bastante que desear con respecto a los impecables androides de nueva fabricación, los cuales además de ser de mayor calidad, eran más baratos debido a la optimización de su funcionamiento.
En el barrio conocían a Reid; sabían que ocasionalmente montaba un pequeño teatro de marionetas junto a la tienda en la que vivía para entretener a los pequeños. Podría decirse que le gustaba la compañía infantil, o al menos, eso diría un habitante de a pie con poca información sobre los entes de metal. Simplemente estaba programado para ello. No era un gusto personal que naciera de su libre albedrío. Hasta el último y más pequeño de sus circuitos estaba diseñado para que su carácter y funcionalidad se enfocaran al público infantil. Así que, cuando veían al androide de tez oscura mover sus marionetas para los pocos niños que jugaban en la agitada calle myriense, muchos esbozaban una sonrisa agridulce. Un pequeño androide viejo y medio roto tratando de cumplir con su función original a pesar de haber sido desestimado para ella.
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La magia de las lágrimas
General FictionÉrase una vez que se era... En un planeta idéntico a la Tierra, donde los caprichos de la genética dieron pie a una sociedad muy, muy distinta a la que conocemos nosotros, está por desatarse una revolución social. La aparición de la magia, una desc...