CAPITULO I
GUERRA DE COLORES
A veces pienso en lo fácil que podría ser tirar a un lado el orgullo, coger el teléfono y hacer memoria de tu número. Bueno, tú y yo sabemos que eso de fácil no tiene nada. Seguimos siendo de mirar a hurtadillas todo lo que subimos a las redes sociales sabiendo que la otra lo busca con lupa. Seguimos en el mundo de las indirectas, de reír con los amigos y decir que menuda payasa intentando llamar la atención. Eso es lo fácil, no reconocer que nos echamos de menos con más ganas aún de las que tenemos de volver a amarrarnos en un abrazo.
Te debo una historia, y soy de pagar mis deudas. Te prometí que lo haría cuando tuviese tiempo pero tuve que esperar también a tener fuerzas.
Te explico cómo comenzó todo:
No eras más que un nombre en mi agenda de teléfonos. Ni siquiera era capaz de ponerle cara a ese nombre, mucho menos voz, pero poco a poco me fui acostumbrando a las dos cosas. Sabes que soy tímida, que me costaba un montón quedarme contigo a solas, que se me morían los temas de conversación justo en la punta de la lengua. Era más fácil para mí estar rodeada y escoltada por aquellas, aunque fueran tus amigas, y cuanto más tarde se hacía, más rápido se iban. Y tú me dijiste que me quedara, y el resto es historia.
Si quieres te la cuento, no sé, por hacer un esfuerzo literario y que vivas aquella noche en mis palabras y no en tus ojos.
Cómo me ibas indicando por mensajes el camino a tu casa, el audio aquel en el que te reías y me decías que tanta tontería para que al final volviera a cruzarme con tu mejor amiga en la carretera. Cómo llegué y aparqué el coche justo frente a tu ventana, vi moverse la cortina y me miré a los ojos en el espejo preguntándome por qué yo, qué querías de mí.
Llegué a tu puerta y tu gata salió a recibirme como si me conociera, tú me dijiste que claro que lo hacía, de las fotos, y de que le habías hablado de mí. ¿Y qué le has dicho?
-Que escribes unos libros malísimos y que no sabes beber así que te tienes que quedar a dormir.
-En el sofá.
-En el sofá, por supuesto.
Nunca había visto a alguien que mintiera peor aún que yo. Entramos en tu habitación y encendiste el ordenador para poner música, no eras capaz de decidirte por una canción, ponías una, la quitabas, yo te miraba en silencio y no me atrevía a articular palabra. Si era un concurso de nervios íbamos a llegar a la ronda final con un empate altísimo. Te dije que buscaras a Facto de la Fé y las flores azules y se te iluminó la cara con los primeros acordes. Volviste a la pestaña de búsqueda y te sacaste a Rayden de la manga. Te tumbaste junto a mí y cerraste los ojos. Yo me eche la mano a los míos y escuché a la voz de mi cabeza gritarme: si no la besas ahora mismo es que eres gilipollas.
Y te besé. Y no te apartaste.
¿Cuánto tiempo? Qué sé yo. No miré el reloj. Recuerdo que paraste y sonreíste y yo seguía sin entender qué hacía una chica como tú en un beso como este. Te quité un mechón de pelo de la cara y me preguntaste si estaba segura. Si estaba segura yo. No había estado más segura de nada en la vida. Pero, y ahí está el problema, nunca entendí que pudieras estarlo tú.
Empezamos a hablar del pasado, de daños y cicatrices. Te dije que no te contaría los míos porque no sabía cuánto ibas a quedarte y firmamos un pacto de no agresión en el que juramos nunca querer saber de más. Ponías la mano en mi cuello y jugabas a subirme las pulsaciones soplándome los labios, y vaya si me las subías. Recuerdo que no parabas de reír y yo no podía dejar de preguntarme cómo iba a terminar todo esto, si era buena idea quedarme a dormir, si al día siguiente se me iba a juntar la resaca con las dudas.
Tu gata insistía en tumbarse entre las dos así que decidiste solucionarlo alzándote encima mía. Llevabas esa camiseta blanca de unicornios rosas y azules y sabía que estabas a punto de quitártela. No tenía ni idea de que tenías un piercing en el ombligo hasta que lo vi frente a mí. No podía dejar de jugar con mis dedos por la piel de tu espalda, me parecía, por momentos, un circuito de carreras interminable. Pensé que íbamos un poco rápido, pero, joder, tampoco quería ir más despacio. El tiempo es relativo cuando hay ganas, supongo. No sabría decirte en qué mordisco perdí la cuenta de tus gemidos ni si en algún momento llegué a contarlos bien. Sé que tenía calor, que tenía sed y que hacía mucho rato que había perdido el control de mi propia respiración. Sé que fue uno de los mejores polvos de mi vida y sé que esa fue la razón de que nos engancháramos así.
Me quedé a dormir porque estaba agotada, o eso te dije, porque me quedé a dormir porque no me apetecía separarme de ti. Me dijiste que no eras de dormir abrazada y te contesté que sin problema, que a mí no me gustaba abrazar, pero no habían pasado ni diez minutos y ya te habías acurrucado en mi pecho y no dejabas de hacerme cosquillas en el costado. No podía pegar ojo. Pasé la noche en vela intentando no despertarte a ti. Me pasé las horas preguntándome cómo iba a ser el siguiente capítulo de una historia que no sabía cómo había empezado. Sí: tenías razón y era una escritora malísima, tenía que dejarte a ti.
Desayunamos rápido, un café, y de la que iba hacia la puerta sólo me preguntaba si estaba bien besarte o no. Pero tú me agarraste por el brazo y mi cuerpo lo entendió a su manera, te empujé contra el espejo de la entrada y lo hice despacio. Me susurraste "vamos hablando" y yo te mordí el labio. No podía parar de besarte. No quería, y me hubiera quedado ahí toda la mañana, todo el día.
Fuimos hablando, sí, me pusiste la canción de Rayden en audios y llegué a pensar si te habías encoñado tanto conmigo como yo contigo. Era sexo, yo sabía que lo era, que había sido una explosión de química, por lo que fuera, pero que igual que nos había creado nos podría destruir. Por la tarde me pediste que fuera a verte otra vez, te dije que no. No podía permitirme esta dependencia por ti. Te dije que despacio, que yo me agobio con facilidad, y te lo tomaste como un insulto. Tienes ese carácter tan marcado y estás tan jodidamente guapa cuando te enfadas. Acabé por plantarme delante de tu puerta de madrugada, cogí el móvil y te puse "abre". El resto ya lo sabes. No te dejé ni hablar, pero tú a mí tampoco. Fuimos perdiendo la ropa por el pasillo, llegó un momento en que pensé que no sería capaz de distinguir dónde empezabas tú y dónde terminaba yo. Paseé mi boca por todos tus tatuajes, por cada uno de tus lunares. Apagaste la luz y todo se volvió intuición. Creo que aún tengo en mi nuca las marcas de tus uñas, que aún puedo calcular el peso exacto de tu cuerpo sobre mis caderas, que si es cierto que los músculos tienen memoria los míos se saben de carrerilla el ritmo que me obligabas a repetir.
Siempre te dejé claro que no iba a comprometerme, que si me pedías que diera pasos hacia algo serio lo que haría sería correr en dirección contraria. Tu forma de intentar que cambiara de opinión era por el camino de los celos, de mostrarme que si quisieras, dabas una palmada y tenías frente a tu puerta tres tíos como tres perros babeando por ti. Y te dije que no me importaba. ¿Mentí? En cierta forma imagino que sí, porque aunque tenía claro que no quería que fueras mi novia tampoco quería que lo fueras de alguien más y todo esto se acabara. Supongo que no es fácil reconocer que lo que parecían celos no era más que un egoísmo disfrazado que me hacía aferrarme con todo a lo que me hacías sentir. Porque sí, tú te escudas en decir que soy una insensible y no soy capaz de ponerme en tu lugar, pero no te das cuenta de que yo sentía tanto por ti como tú por mí. Que en algún momento entre follar y discutir también te quería. Pero nos movíamos mejor en los extremos violentos, en los que nos acercaban o alejaban sin templanza.
Pasaban semanas en el calendario y cada vez más noches juntas en mi cama. Llegaste a plantearme la posibilidad de meter tus cosas en mi casa, de ir poco a poco trasladándote aquí. Sin que me diera cuenta tu cepillo de dientes apareció en mi cuarto de baño, y quiero que sepas que aún ayer me tropecé tu ropa interior en un cajón. Pero mi negativa era firme. No hacía más que repetirte que yo necesitaba un espacio y tú, que de primeras también mantenías el mismo discurso, comenzabas alegatos por la economía y el bienestar de una pareja en la que yo no creía.
Y entonces apareció él.
Un día me llamaste y me advertiste que habías conocido a un chico en el trabajo y que os iríais a tomar una copa a la salida. Lo vi venir y no me importó. Era un nuevo ultimátum de los tuyos. Qué casualidad que cada vez que yo te decía que no quería una relación tú tuvieras la posibilidad de comenzar otra. Tus mensajes comenzaron a espaciarse más y más en el tiempo, las cuatro noches por semana empezaron a ser dos y el sexo por mi parte se volvió un mero ejercicio de rabia, una demostración de fuerza, una recuperación de mi puesto de Alfa. Sólo quería que te corrieras más rápido, más fuerte, más profundo conmigo que con él. Me dejé miles de calorías en el intento y un sabor de boca agridulce por saber que, aunque lo conseguía, seguías viéndole. Y la duda era inevitable:
¿Le veías para castigarme o porque estabas sintiendo algo por él?
Ese fue el primer detonante. Yo quería aguantar de pie durante todo el bombardeo emocional que me estaba asediando y tú sólo pensabas en cómo reventar los cimientos. Creo que fue una batalla de egos. El mío por resistir y el tuyo por vencer. No puedo describir con palabras cómo vivía aquellos días por dentro, pero visualmente era una batalla de globos de agua llenos de pintura. Me lanzabas el rojo pasional paseando desnuda por el pasillo, con ese culo perfecto contoneándose y esa risa escandalosa llamándome a gritos. Y yo devolvía el golpe con un globo azul de frialdad. Nunca me costó tanto rechazar a alguien como a ti aquella noche. Me mordías el cuello y me soltabas llamaradas de respiración en la oreja preguntándome si de verdad no te iba a follar. Te hubiera empotrado contra el escritorio hasta romperlo y lo sabes, pero no. No podía. No quería. Tenía que demostrar algo yo también. Tenía que pegar un manotazo y que vieras lo que ibas a perder si no le dejabas. Pero luego un globo de pintura blanca caía desde a saber dónde y me daba cuenta de repente de que para qué quería eso, si era yo quien te decía que no quería algo serio.
Mi cabeza esas últimas semanas era un puto enjambre de ideas, y tú no me ponías las cosas fáciles, más bien al contrario: Aparecías con esa sonrisa inmensa y cincuenta planes. Me llenabas el móvil de canciones, de poemas, de fotos. Si te decía que estaba cansada reservabas un fin de semana en un spa. Si te decía que no tenía ganas de cocinar aparecías por sorpresa con una pizza. Si me veías triste me abrazabas en silencio y siempre tenías un beso colgando de los labios para mí. Te convertiste poco a poco en lo que yo fui para otras y no sé por qué nunca pude ser para ti. Y te pido perdón por ello. Sé que si esto no funcionó como es debido es únicamente por mi culpa. Pero también sé que si en algún momento pudo parecer que iba a ir bien fue gracias a ti.
Y salí corriendo. Porque, te lo dije siempre, es lo único que sé hacer. Nadie me enseñó a querer cuando me quieren. Y tú te esforzaste en reeducarme, en que creyera en ti, pero no podía. Nunca te enseñé mis cicatrices, nunca te hablé de mi pasado, pero sabías que estaba ahí y que si no te lo enseñaba era para no hacerte daño a ti también. Intenté prevenir. Intenté que fuera sólo sexo. Y si todos estos sentimientos no hubieran inundado nuestra historia te follaría una y otra vez el resto de mi vida. Pero creo que nos equivocamos, que llegamos a querernos demasiado. Que yo no soportaba la idea de que otro te tocara, que tú no aguantabas más ver pasar los meses en el calendario sin que le pusiéramos un nombre a esto. Y cualquier excusa era buena para tirar del freno de emergencia y bajarnos del tren.
Ya sabes cuál fue, no creo que haga falta ni reconocer que fue una tontería. Lo grave fue ver cómo pasaba el tiempo y las dos nos sujetábamos a ella para no dejarnos caer sobre la otra. No soporto pasar a tu lado y fingir que no nos conocemos cuando no hace ni tres meses que dormías con los dedos entrelazados a los míos porque no podías dormir ya de otra forma. No me gusta esta sensación de mirarnos de lejos y saber que ninguna de las dos va a empezar una conversación que sabemos que acabaría con tu cuerpo una vez más sobre el capó del coche. No entiendo por qué no dejamos toda esta guerra de una vez a un lado y nos limitamos a ser felices con lo que se nos da bien. Sin complicarnos. Sin hacernos falta. Sin remordimientos, sin echarnos de menos y sin tantas preguntas estrangulándonos en silencio.
Quizá yo no pueda quererte como te mereces y esto sea lo mejor para las dos, pero quiero que sepas que pienso en ti y me arrepiento de haber dejado que te fueras así. Y no, no son ganas de follar. Me apetece verte, me apetece tomarme una cerveza contigo y me apetece volver a escucharte reír. Pero no te engaño: si me volvieras a pedir que me quedara, lo haría. Y esta vez sí que rompería el escritorio.
Sabes dónde vivo.
No tardes.
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Guerra de colores
RomanceSi tuvieras que repasar el final de una historia ¿por dónde empezarías? Si supieras que, aunque lo fácil siempre fue tirar de orgullo y echarle la culpa a ella que no te supo entender, toda la culpa la tienes tú, tus miedos, tus excusas, tu huída de...