Prologo

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La Princesa Laurel.

Todo su cuerpo dolía, podía sentir como sus articulaciones ardían y su pecho parecía estar en carne viva, y casi podía jurar que la piel misma se le estaba cayendo. Trato de mover un poco los dedos pero se arrepintió al instante cuando sintió, como si de una lengua de fuego se tratara, una corriente por los nervios de su brazo.

-"No por favor, no quiero morir aquí, Dios escúchame"-rogaba incesantemente en su cabeza mientras las lágrimas encharcaban sus demacradas mejillas y sus labios resecos se movían al compás de la súplica.

Lo poco de cordura que quedaba en su maltratado espíritu trataba de idear una forma (milagrosa) de lograr salir de ahí, pero luego de las horribles torturas estaba en blanco. Escucho como una puerta en alguna parte de la oscuridad que la rodeaba se abría y su corazón se saltó un latido.

-¡Oh no! Otra vez no, te lo ruego señor"

Quiso gritar, deseo que sus cuerdas vocales todavía existieran para suplicar por misericordia, perdón por el pecado desconocido que debió haber realizado para merecer esto, pero solo las cadenas del silencio la envolvían y la prisión de la inconciencia volvía a reclamarla entre sus celdas.

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No supo cuánto tiempo durmió. Incluso llego a pensar que estaba muerta por fin, pero el dolor en su cuerpo le hacía imposible afirmarlo (a menos que estuviera en el infierno pero las últimas semanas ya habían sido uno). Había aprendido a soportar el dolor, casi a desearlo con fervor, para que le recordase que aún seguía viva, que aun podía seguir luchando (aunque esto era solo una mentira inocente que se creaba a si misma cada que la puerta roja se habría).

Había comenzado a aceptar que tal vez lo que le estaba pasando había sido culpa suya, tal vez por no haberse comido las lechugas que había hecho la criada nueva o porque llego tarde a la fiesta del té de su prima o por enamorarse del esposo de su hermana o por haberle alzado la voz a su mama.

El hombre no acepta errores, había escuchado decir al galeno las primeras veces que comenzaron la tortura. Aun tenia los cinco sentidos intactos pero ahora que lo pensaba el hombre no solo no aceptaba errores sino que también condenaba los triunfos a medias y lo más probable es que ella fuera uno de estos últimos y por eso le estaba pasando aquello, tal vez nunca logro ser tan obediente como su hermana mayor o tan callada como su madre, solo era bonita y parlanchina por lo que no era un triunfo completo, no llenaba las expectativas que una mujer de su clase debía llenar.

Sí, todo era culpa suya y que ojala algún día Dios la perdonara y le dieran la santa bendición de la muerte. Y porque no, una muerte digna.

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Varias mujeres con máscaras azules y vestimenta humilde limpiaban el cuerpo de la que en su momento debió haber sido una mujer hermosa, peinaban lo que quedaba de su rubia cabellera y ponían una cinta blanca sobre sus ahora sin parpados ojos castaños, con cuidado apartaron los mohosos harapos que llevaba y los cambiaron por un inmaculado vestido blanco que poco a poco se iba manchando con el líquido muerto que salió del cuerpo.

A las pocas horas el cadáver se encontraba siendo enterrado en la mitad de un bosque, oculto hasta de los ojos de Dios con un numeroso grupo de personas realizando un macabro ritual de despedida.

-Es un lastima- dijo alguno de ellos por sobre el cantico que realizaban.

-Sí, el galeno dijo que esta estuvo muy cerca de lograrlo.

-¿Cuánto fue esta vez?

-Casi tres semanas, sin duda la chica que más ha durado.

-Supero incluso a la décimo tercera –añadió con una sonrisa orgullosa.

Las voces callaron cuando las antorchas comenzaron a apagarse dando la señal de que la ceremonia había acabado y la persona con la tica roja se acercaba hasta la tumba y colocaba una corona de laureles marchitos sobre esta.

-Un minuto de silencio por nuestra décimo novena princesa Laurel.


El Llanto de los LaurelesWhere stories live. Discover now