Capítulo 1

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Es una verdad universalmente reconocida que al hombre soltero, poseedor de una fortuna cuantiosa, le hace falta casarse. 

Cuando un hombre de esta categoría fija su residencia en una localidad, las familias convencidas, que llevan grabada aquella verdad en su inteligencia, lo consideran como legítima propiedad de alguna de sus hijas.

  -Mi querido señor Bennet -le dijo cierto día al aludido de su propia esposa-, ¿se entera de que al fin han alquilado Netherfield Park?

El señor Bennet contestó que nada sabía.

  -Pues sí, señor -siguió diciendo ella-. Acaba de estar aquí la señora Long y me ha informado de todo.

El señor Bennet no hizo comentarios, y esto arrancó a su mujer una impaciente exclamación.

  -¿No quiere usted saber quién es el nuevo inquilino?

  -Usted está deseando decírmelo, y yo no tengo inconveniente en escucharla.

No hacía falta más invitación. 

  -Pues sí, querido; ha de saber usted que, según la señora Long, Netherfield ha sido tomado en arriendo por un joven riquísimo del norte de Inglaterra; dice que llegó el lunes en una silla de posta, tirada por cuatro caballos, para ver la finca, y tanto le gustó que cerró trato inmediatamente con el señor Morris, que se hará cargo de ella antes de San Miguel, que una parte de la servidumbre llegará a la casa hacia finales de la semana próxima.

  -¿Cómo se llama?

  -Bingley.

  -¿Casado o soltero?

  -Soltero, como es natural. Soltero y riquísimo; cuatro o cinco mil libras de renta anual. ¡Qué suerte, podría ser para nuestras niñas!

  -¿Suerte? ¿Qué les va ni les viene a ellas?

  -Mi querido señor Bennet -replicó su mujer-, ¿cómo puede usted ser tan fastidioso? ¡Debería ocurrírsele que lo he dicho porque pienso casarlo con una de las dos!

  -¿Viene él con ese propósito?

  -¡Con ese propósito! ¿Cómo puede usted decir disparate semejante? Pero no tendría nada de particular que se enamorase de una de ellas, y es preciso que usted le haga una visita en cuanto llegue.

  -No se me ocurre con qué excusa. Visítenlo usted y las niñas o envíelas usted a ellas solas; tal vez sea esto último lo mejor, porque es usted tan hermosa como cualquiera de sus hijas y pudiera resultar la preferida del señor Bingley.

  -Usted me linsonjea, querido mío. He tenido, ¿por qué negarlo?, mis tiempos de belleza; pero en la actualidad no creo valer gran cosa. Cuando una mujer es madre de cinco hijas ya mayores tiene que dejar de pensar en su propia belleza.

  -En tales casos, suele quedarle a la mujer poca belleza propia en qué pensar.

  -Amigo mío, no tiene usted más remedio que ir a ver al señor Bingley cuando se instale en este pueblo.

  -Le aseguro que no me comprometo a tanto.

  -Hágalo por sus hijas. Piense, al menos, qué partido sería para una de ellas. Sir William y lady Lucas tienen pensado ir solo por eso;  en general, no suelen visitar a los recién llegados. como usted bien sabe. No tiene usted más remedio que ir porque, si no lo hace, no podremos ir a Netherfield.

  -Se apura usted por poco. Me atrevo a decirle que el señor Bingley estará encantado de verlas; le entregará usted unas líneas mías en las que le daré la seguridad de mi cordial consentimiento para que tome por esposa a la que más le guste de las chicas, aunque deslizaré una palabrita en favor de mi pequeña Lizzy.

  -No haga usted eso. Lizzy no vale más que sus hermanas, Jean le aventaja en belleza y Lydia es doblemente más alegre que ella. Pero Lizzy fue siempre su niña mimada.

  -En ninguna de las tres hay mucho que elogiar -replicó el señor Bennet-. Son tan ignorantes y necias como todas las de su edad; pero Lizzy es más vivaracha que sus hermanas.

  -Señor Bennet, ¿cómo puede usted desacreditar de ese modo a sus hijas? Goza usted mortificándome. Abusa de mis pobres nervios.

  -No me comprende usted, amiga mía. Sus nervios me inspiran profundísimo respeto, como viejos amigos míos que son. Veinte años, por lo menos, llevo oyéndola a usted hablar de ellos con lástima.

  -No sabe cuánto me hacen sufrir.

  -Estoy seguro, quería mía, de que podrá usted más que ellos y de que vivirá para ver establecerse en ente pueblo a muchos solteros con cuatro mil libras de renta anual.

  -Poco fruto sacaríamos nosotros, aunque viniesen veinte, si a usted no le da la gana de visitarlos.

  -Confié usted, amiga mía, en que si llegan veinte, a los veinte los visitaré.

El señor Bennet era una mezcla tan extraña de ingenio, gracia brulona, reserva y capricho, que ni veintitrés años de experiencia habían bastado a su mujer para entender su carácter. El de ella no era tan variable. Cuando algo le disgustaba decía que estaba nerviosa. Casar a sus hijas era la preocupación de su vida; las visitas y el cotilleo, su distracción.



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