II. Tantalia

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Siguieron, desde entonces, follando, en casas prestadas y en moteles de sábanas que olían a pisco sour. Follaron durante un año y ese añoles pareció breve, aunque fue larguísimo, fue unaño especialmente largo, después del cual Emiliase fue a vivir con Anita, su amiga de la infancia.

Anita no simpatizaba con Julio, pues lo
consideraba engreído y depresivo, pero igualmente tuvo que admitirlo a la hora del desayunoy hasta, una vez, quizás para demostrarse a sí misma y a su amiga que en el fondo Julio no ledesagradaba, le preparó huevos a la copa, queera el desayuno favorito de Julio, el huéspedpermanente del estrecho y más bien inhóspitodepartamento que compartían Emilia y Anita.

Lo que a Anita le molestaba de Julio era que le
había cambiado a su amiga:

Me cambiaste a mi amiga. Ella no era así.
¿Y tú siempre has sido así?
¿Así cómo?
Así, como eres.

Emilia intervino, conciliadora y comprensiva. ¿Qué sentido tiene estar con alguien si no tecambia la vida? Eso dijo, y Julio estaba presentecuando lo dijo: que la vida sólo tenía sentido siencontrabas a alguien que te la cambiara, quedestruyera tu vida. A Anita le pareció una teoríadudosa, pero no la discutió. Sabía que cuandoEmilia hablaba en ese tono era absurdo contradecirla.

Las rarezas de Julio y Emilia no eran sólo sexuales (que las había), ni emocionales (que abundaban), sino también, por así decirlo, literarias. Una noche especialmente feliz, Julio leyó, a manera de broma, un poema de Rubén Darío que Emilia dramatizó y banalizó hasta que quedó convertido en un verdadero poema sexual, un poema de sexo explícito, con gritos, con orgasmos incluidos.Devino entonces en una costumbre esto de leer en voz alta —en voz baja— cada noche, antes de follar. Leyeron El libro de Monelle, de Marcel Schwob,y El pabellón de oro, de Yukio Mishima, que les resultaron razonables fuentes de inspiración erótica. Sin embargo, muy pronto las lecturas se diversificaron notoriamente: leyeron El hombre que duerme y Las cosas,de Perec, varios cuentos de Onetti y de Raymond Carver, poemas de Ted Hughes, de Tomas Transtrómer, deArmando Uribe y de Kurt Folch. Hasta fragmentos de Nietzsche y de Émile Cioran leyeron.

Un buen o un mal día el azar los condujo a las páginas de la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo. Después de imaginar bóvedas o casas sin puertas, después de inventariar los rasgos de fantasmas innombrables, recalaron en «Tantalia», un breve relato de MacedonioFernández que los afectó profundamente.

«Tantalia» es la historia de una pareja que decide comprar una plantita para conservarla como símbolo del amor que los une. Tardíamente se dan cuenta de que si la plantita se muere, con ella también morirá el amor que los une. Y que como el amor que los une es inmenso y por ningún motivo están dispuestos a sacrificarlo, deciden perder la plantita entre una multitud de plantitas idénticas. Luego viene el desconsuelo, la desgracia de saber que ya nunca podrán encontrarla.

Ella y él, los personajes de Macedonio, tuvieron y perdieron una plantita de amor. Emilia y Julio —que no son exactamente personajes, aunque tal vez conviene pensarlos como personajes— llevan varios meses leyendo antes de follar, es muy agradable, piensa él y piensa ella, y a veces lo piensan al mismo tiempo: es muy agradable, es bello leer y comentar lo leído un poco antes de enredar las piernas. Es como hacer gimnasia.

No siempre les resulta sencillo encontrar en los textos algún motivo, por mínimo que sea, para follar, pero finalmente consiguen aislar un párrafo o un verso que caprichosamente estirado o pervertido les funciona, los calienta. (Les gustaba esa expresión, calentarse, por eso la consigno. Les gustaba casi tanto como calentarse.) Pero esta vez fue distinto:

Ya no me gusta Macedonio Fernández, dijo Emilia, que armaba las frases con inexplicable timidez,
mientras acariciaba el mentón y parte de la boca de Julio.

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