Condado de Denver, Colorado. Agosto de 1878.
Llegó a la caída de la tarde desde el norte, deslizándose sigilosamente entre los árboles como si aún se encontrara acechando a alguna presa. Sus pasos estaban cuidadosamente medidos: posaba primero el talón, siempre un pie detrás del otro en línea recta, y mantenía las rodillas convenientemente flexionadas para que amortiguaran cualquier sonido. A veces, cuando el terreno aparecía cubierto con una capa de hojas secas más gruesa, balanceaba el peso sobre la cara externa de sus pies, ralentizando su avance pero asegurando su discreción. Sobre su hombro derecho colgaban un par de conejos, las patas atadas por un cordel, que se mecían suavemente al ritmo de sus movimientos. En la mano contraria portaba un arco sencillo con una flecha aún montada, de manera que si surgía la necesidad de hacer uso de él sólo tendría que tensar la cuerda y disparar. Aquella tarde había dejado el rifle en el campamento: solía decir que los animales cazados con armas de fuego nunca perdían el sabor a pólvora. Al divisar el tenue resplandor de la hoguera, apretó el paso. Se encontraba lo bastante cerca del claro donde se reunían sus compañeros como para permitirse aquel desliz respecto a la cautela en su caminar. Con todo y con eso, su instinto de supervivencia natural provocó que su llegada pasara desapercibida para la mayoría de los hombres que se encontraban allí reunidos.
El círculo de luz que rodeaba la fogata se había convertido en un hervidero de mosquitos, de forma que el tipo que se encargaba de la comida se veía obligado a remover el contenido de la olla sin apenas levantar la tapa. Del interior del recipiente surgía un delicioso borboteo que, como descubrirían más tarde, no hacía justicia al sabor del guiso. El improvisado cocinero, un muchacho de apenas veinte años que había sido reclutado expresamente para las labores de menor importancia, se agitó inquieto al percatarse de la presencia que parecía haberse materializado súbitamente junto a él. Tras recolocarse el sombrero, un lamentable gesto para camuflar su nerviosismo, se hizo con los animales que habían sido dejados a sus pies. No pudo reprimir un escalofrío al observar el orificio que presentaba el cráneo de cada conejo. Habían sido dos disparos certeros, completamente limpios. Un hombre se aproximó al fuego, rompiendo el tenso y turbador silencio que presidía el crepitar de la lumbre.
–Si hubiera sabido que esta noche cenaríamos carne fresca no me habría atiborrado de pan seco –bromeó el recién llegado.
Se trataba de un hombre maduro, de rostro curtido y pequeños ojos negros que jamás dejaban de titilar, recordando irremediablemente a los de una rata. Las sombras que vertían las llamas sobre él le otorgaban un aspecto severo que no encajaba con su carácter afable. Sin esperar una respuesta se sentó junto al muchacho que cocinaba, sobre un delgado tronco de abedul, y extrajo un cuchillo de su bota. Le faltaban el dedo corazón y una falange del meñique de la mano izquierda.
–¿Por qué no te sientas, Olive? –invitó, sin levantar la vista del conejo que se disponía a despellejar–. Charlie aún no ha vuelto.
La aludida, en cambio, sí centró en él su mirada, con manifiesto desinterés. Al cabo de unos minutos relajó la postura, se colgó el arco a la espalda y dio media vuelta. Sin pronunciar palabra se dirigió hacia la zona donde descansaban los caballos mientras los demás hombres que formaban el grupo avanzaban en dirección contraria, atraídos por el olor del guiso.
Poco antes de que el sol fuera engullido por el horizonte extendió sus últimos rayos a ras de suelo, al fondo del bosque, tiñéndolo momentáneamente de rojo fuego. Apenas unos minutos después llegó la fría luz del crepúsculo, derramando un celeste mortecino sobre las temblorosas hojas de los árboles hasta más allá de donde alcanzaba la vista. Las sombras se alargaron infinitamente tocándose unas a otras y se fundieron en una opacidad uniforme, húmeda. El anochecer trajo consigo la inquietud, el recelo. Los mismos hombres que horas antes trabajaban hombro con hombro escrutaban los rostros de sus compañeros más cercanos con desconfianza, preguntándose qué ocultarían bajo aquellos sombreros, en el interior de aquellas chaquetas. Se encendieron algunas linternas solitarias, y cada uno fue a reunirse allí donde aparecía un cerco de luz que despejara sus temores más irracionales, a la espera de su turno de recibir un plato caliente con que llenarse el estómago.
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The Frontier
Historical FictionAtardecer en la Frontera. La banda de Bill Turner se ha convertido en el azote de las diligencias, de los trenes que atraviesan las grandes llanuras del Oeste americano, pero a pesar de ello ni siquiera sus miembros están a salvo de los peligros que...