El día que me di cuenta de que estaba volviéndome loca era jueves y llovía.
Embargada por una sensación horrible, salgo de la biblioteca lo más rápido que puedo. Apenas el viento choca contra mi rostro, un escalofrío me recorre de pies a cabeza. Paro en seco y miro a mi alrededor. La respiración se me acelera y el corazón empieza a latirme con fuerza. Otra vez, tengo la misma sensación horrible.
Camino por las calles desiertas de mi <no tan querida> ciudad pequeña. Todo está en perfecta armonía, sólo se escucha el sonido de la lluvia golpeando contra las chapas superiores de las casas. Soy, desde que tengo memoria, una de esas personas observadoras que tienen la mirada fija en alguna cosa, que intentan encontrarle una explicación a todo. En mi ciudad, nada parece resultarme interesante. A veces, la rutina se vuelve tan monótona y aburrida que la vida no parece tener otro sentido que transcurrir al mismo tiempo que avanzan las agujas del reloj.
Me acomodo el gorro y la bufanda y, mientras me abrazo al abrigo, un auto pasa junto a mí velozmente, haciendo que además de empapada, quede con los jeans cubiertos de barro. Maldigo en silencio y me quedo mirando un punto fijo mientras el Fiat color rojo se aleja a toda prisa. Siento que la nariz se me arruga. Aprieto los dientes y, cuando una mujer me saluda desde otro auto color gris, no me molesto en devolverle el gesto. Me encuentro sucia, caminando debajo de la lluvia como si no tuviera otra cosa mejor que hacer. Suspiro profundamente y algo parece oprimirse dentro de mí.
La primera vez que me hicieron sentir una peste fue en primer grado de la primaria, mucho tiempo antes de que me volviera invisible para el resto del mundo. Me llamaron peste, cochina y otros apodos más que prefiero no recordar. El encargado fue Math Bloom, un niño desagradable y con la mitad de los dientes.
—¡No puedes jugar con nosotros! —gritaba haciéndose el mandamás—. Nadie quiere jugar con vos.
Había salido corriendo con los ojos llenos de lágrimas y la angustia que cualquier nena de seis años puede sentir cuando le dicen que nadie quiere jugar con ella. Al final del día terminé sentada en un rincón, mirándolo con odio y preguntándome porque le había hecho caso a alguien tan ridículo como para llevar un corte taza. Desde ese día supe que quería irme de este lugar, huir de esta ciudad con aires de pueblito revoltoso. Con el paso de los años, el deseo de desaparecer fue aumentando, a tal punto que termine volviéndome casi invisible para todo el que me rodeaba. Ahora, es una especie de consuelo, pero las ganas de irme, y de tener otro futuro que no sea ninguna de las opciones nefastas que este lugar me ofrece, no desaparecen.
El ladrido de un perro hace que me sobresalte. Dejó de llover y me extraña darme cuenta de que no lo había notado antes. Me detengo y miro alrededor. Mis ojos parecen desorbitarse ante la búsqueda de algo que no entiendo. Hace frío, pero de un momento al otro, me siento sofocada por el abrigo de paño grueso que llevo puesto. La calle sigue vacía, a excepción de una pareja de ancianos que camina en la acera de enfrente. Avanzan bajo un gran paraguas rojo de lunares azules. La mujer carga un perro, un chihuahua de orejas puntudas y ojos saltones que resulta ser el calco de su dueña, quien no hace otra cosa que abrumar al pobre hombre que iba a su lado, con un sin fin de palabras.
Continúo caminando mientras, sobre mí, intensas nubes negras amenazan con dejar caer nuevamente sus lágrimas sobre el suelo. Al cabo de un rato, algunas pisadas a mis espaldas hacen que me percate de que no estoy sola. Apaciguo mi caminar y me hago un lado para que esta persona pueda seguir su camino sin soportar mi andar desganado. Sin embargo, nada ocurre. Los pasos retumban en mis oídos, pero nadie parece querer hacer el esfuerzo de evitar seguirme. Una oleada de pánico me sacude el cuerpo. Una vez más, siento que el estómago se me revuelve. Las náuseas no tardan en llegar, como en cada ocasión que lo que siento parece consumirme por dentro. Otra vez, la misma sensación. Otra vez, el mismo miedo sin causa aparente. Otra vez, esta impresión de estar siendo vigilada. Respiro profundo, como si expulsando el aire de mi cuerpo pudiera expulsar también todas las sensaciones que me invaden. El aire, de a poco, se torna pesado, casi toxico. Miro de reojo hacia atrás y una sombra acechante hace que se me erice la piel. De nuevo, respiro hondo. Respiro hondo y corro como nunca lo hice en mi vida, como si pisar charcos de agua fuera como jugar a la rayuela y cruzar las calles rápidamente se convirtiera en un video juego de huida y escape.
ESTÁS LEYENDO
El Aleteo de la Mariposa
Teen FictionJuliette cree tener una vida normal, al menos eso dice. Tras una serie de eventos extraños y la convivencia con la extraña sensación de ser observada por alguien, una visita a la casa de sus abuelos al otro lado del continente provoca que su vida d...