Yulianna me gritaba desde lejos, revoloteaba una mano tratando de llamar mi atención a la distancia, pero los otros niños no me dejaban ver bien qué quería. Que fuera hasta ella, que viera algo en particular, no lo sabía. Decidí ni moverme. Ya me había pasado tantas veces el acercarme y recibir un "te decía que vieras allá", así que la ignoré.
Casi de inmediato hizo un puchero y se hizo la enojada con los brazos cruzados.
Ya se le pasaría. Siempre era así.
Estábamos a mitad del período escolar, los exámenes iban y venían sin descanso y mi maestra quiso que me inscribiera en un campeonato de matemáticas nacional. Un campeonato al que no quería ir, pero teniendo diez años no tienes mucho poder de decisión sobre tu vida.
Y si me dices que tú lo tenías... Bueno, no me mientas, todos sabemos que no es así.
Regresando a la historia... Ahí estaba yo, mezclada dentro de una manada de niños en camisa blanca, próximos adolescentes hormonales con los que ni siquiera volvería a hablar en mi vida por el cambio de círculos sociales. Pero debía estar ahí, sentada como niña buena escuchando las palabras que escupía la suplente de nuestra maestra, una señora jubilada que no tenía otra cosa más para hacer que volver a dar clases cada vez que la titular se enfermaba.
Mi mente se perdió en las cosas que debía hacer en casa cuando llegara a las seis de la tarde. No podía quedarme hablando o jugando con Yulianna, mi única amiga, y ciertamente era necesitada en casa, pues desde que tenía memoria mi padre había estado débil y dCattacado de salud.
El humo del cigarrillo en los ambientes del hogar era algo fijo, casi un hábito tradicional del día a día.
Desarrolló problemas respiratorios que le impedían caminar grandes distancias, aunque la personalidad era algo que mantenía viva junto con un sentido del humor que me cautivaba.
Para el momento que sonó la segunda campanada en la escuela, anunciando la culminación de un día más de clases, yo ya estaba saliendo por las puertas externas, sumergiéndome a la marea de personas que, como zombis, avanzaban a paso cansado en dirección a sus hogares. Cuando llegué al mío, Buster esperaba por mí. Adoraba a ese perro con toda mi alma.
― ¿Catta? ―escuché al fondo― ¿Eres tú, Catta?
― Si ―respondí.
― Ven, hija.
Me apresuré hasta la entrada y lo vi sentado en el desvencijado sofá de tela marrón. Un sofá de tres cuerpos que tenía más años que yo y mi hermano juntos.
La espalda de mi padre se encorvaba hacia adelante, asemejando una joroba justo debajo de la nuca que lo hacía parecer un ente fantástico de terror. Pero su rostro era ameno, te invitaba a sentarte a su lado y escuchar cuanto relato tuviese para decirte, aunque supieras que era una mentira inventada para deleite de quien quiera lo estuviese escuchando.
― Catta, mira ―me sonrió y con un dedo señaló la televisión. Una mujer muy hermosa reía, era un comercial publicitario―. Es idéntica a mi hermana ―dijo―. ¿Sabías que mi hermana tenía una gemela?
Lo vi por unos segundos, maravillada con un dato tan insignificante como ese.
― No sabía ―respondí con emoción― ¿Dónde está ahora?
― Pues lamentablemente su hermana gemela, un día de cabalgata por el campo familiar, cayó del caballo y su cabeza golpeó contra una roca enorme.
― ¿Y qué le pasó?
― No sobrevivió ―dijo con tristeza en su voz. Sus ojos brillaron y una leve sonrisa nostálgica apareció en sus labios cuando la mujer de la televisión volvió a aparecer en pantalla―. Pero Margaret creció tan hermosa como esa modelo. La risa era exactamente igual.
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Ida sin Regreso
Short StoryEs increíble pensar que todo lo que nos rodea es tan efímero como una rosa cuando florece y se marchita, tan pasajero como nosotros mismos. No hace mucho estuve jugando con Buster, el perro de la familia, un pastor alemán imponente de 12 años y muy...