-¡Katherine ha llegado, bitches! – Grita ella con todo su entusiasmo.
-Kath…
-¿Qué pasa?
-Nada, sólo estaba pensando en de qué forma extraña habrás entrado en mi casa. – Arqueo una ceja.
-Por la ventana del baño, ni más ni menos. – Dice ella, orgullosa de sí misma.
-Debería hacerte una copia de mis llaves de una vez. – Llevo diciendo eso como 3 años.
-Exacto, deberías. –Me señala con la cabeza.
Katherine no sabe cuándo apagar la llama de su entusiasmo. Me gusta que sea así, pero en estos momentos, no estoy de humor para aguantar bromitas. La verdad es que yo también suelo ser así, pero todo ha cambiado, y por todo me refiero a todo en mi persona.
Ella se sienta en el extremo de la cama y me acaricia los pies. Tiene esa extraña manía.
-He visto a tu padre en la cocina. – Dice, muy seria.
-¿De verdad? Pensé que estaba de viaje por el trabajo… - Se supone que estaba en Ámsterdam, trabajando, vendiendo casas, pero se ve que no.
-Sí, estaba preparando una ensaladilla. – Mira al techo.
-¿Una ensaladilla? No se acuerda de que me sienta mal la ensaladilla… - digo yo, extrañada.
-A lo mejor es sólo para él. Si no ha venido a saludarte es porque piensa que no estás en casa. De todos modos, tu padre está muy trastornado estos días. ¿Quién sabe qué se le pasa por la cabeza?
Desde luego no tan trastornado como yo…
-Ni idea. Bueno, voy a bajar a verle. – Digo mientras me levanto de la cama y me pongo unos calcetines.
-De acuerdo. ¿Te importa que me quede aquí? Tengo que llamar a mi madre. – Dice sacando su móvil del bolsillo.
-Claro.
Salgo de la habitación y voy bajando las escaleras de nuestra vieja casa lentamente, y aún sin llegar al pie de las escaleras, lo oigo, lo que llevo temiendo desde que mi madre se marchó.
La voz de una mujer. La voz de una mujer que por supuesto no es mi madre. Mi padre preparaba la ensaladilla para otra mujer.
-Mark, ¿seguro que tu hija no está en casa? – Se oye decir a la mujer. Tiene una voz grave, majestuosa. Y sexy. Me suena, mucho.
-No, no está aquí. Estará llorando la muerte de su patética hermana en el cementerio. Creo que luego se iba a casa de una amiga. – Dice él, demasiado tranquilo como para ser mi padre.
Eso de “patética hermana” no me lo esperaba, para nada.
-Bien. – Dice la mujer.
Esto no puede ser. Quizás mi padre esté tan desesperado que ha pagado a una prostituta. O quizás es una mujer interesada que quiere el dinero de mi padre. Solamente parece una zorra que quiere sexo.
O a lo mejor mi padre de verdad ha encontrado a alguien que merezca la pena y que ama.
-Entonces… ¿Mañana vuelves a Ámsterdam? – Dice esa mujer, aún sin nombre, que me saca de mis pensamientos. Creo que la llamaré guarrona.
-Sí. Se supone que sigo allí, pero tú chitón. Cuando mi hija te vea por el barrio no se te ocurra decir nada. ¿Entendido? – Dice mi padre, como si esto fuera un asunto de vida o muerte.
-Claro, Marky. Deja eso, ven al sofá conmigo. O mejor… podemos ir a tu habitación…
Guarra.
-Hmm… claro, si tú lo quieres… - Responde él, de una forma en la que nunca pensé que le escucharía hablar.
Se la va a tirar.
En ese momento me doy cuenta de que si van a la habitación de mi padre, van a subir. Me voy corriendo a mi habitación, intentando hacer el menor ruido posible.
Entro en la habitación y cierro la puerta.
-¿Qué pasa? – Pregunta Katherine, hablando más alto de lo que debería.
-¡Shh! Mi padre tiene a una mujer abajo, piensa que no estamos en casa. Escóndete debajo de la cama, ¡corre! – Le digo en voz baja.
Oigo pasos, están subiendo las escaleras, y desde luego, no están tranquilos. Se están empotrando contra las paredes. Están enrollándose.
Luego escucho un sonido, mi padre está abriendo la puerta. Mi corazón va a mil.
Katherine y yo estamos debajo de mi cama, apretadas. Y oyendo desde aquí cómo guarrona le desabrocha los pantalones a mi padre.
A continuación, vuelve a cerrar la puerta. No nos ha visto.
Salimos de ese estrecho espacio, y le cuento todo a Katherine. Cuando nos aseguramos de que los tortolitos están lo suficientemente ocupados para que no nos vean salir de mi casa (o sea, oírlos hacerlo como monos), nos vamos sigilosamente.
Cuando salimos, me quedo en el patio de la casa. Mi padre. Tirándose a alguna vecina. Una vez, a los 8 años lo pillé teniendo sexo con mi madre, pero era mi madre… esto… me lo oculta. ¿Desde cuándo hace eso?
-Perrie… Yo… - Katherine me mira con pena.
-No, déjalo. No tenemos tiempo para eso ahora. Vamos a tu casa. – Respondo, firme, aunque llorando por dentro.
Lo más molesto de todo es que mi padre, ese que tanto cuidaba de Leela, ha dicho “Estará llorando la muerte de su patética hermana en el cementerio”. ¿Qué le ha pasado? ¿Está drogado o borracho? No lo parecía, eso desde luego.
Estamos en el coche de Katherine. Ella conduce, yo estoy en el asiento del copiloto, observando cómo las gotas de lluvia hacen carreras en el cristal del coche.
¿Esto puede ponerse peor? No lo creo.
Veamos. Esta es la lista de cosas malas que me han pasado.
-Mi madre nos dejó.
-Mi hermana se ha muerto por una estúpida enfermedad.
-Mi padre se está tirando a una mujer que al parecer conozco, pero no tengo ni idea de quién es, y ha llamado patética a mi hermana, a su propia hija, la que murió la semana pasada.
Dos de estas cosas en menos de un mes.
Todo es una mierda. Es como si mi familia se hubiera disuelto en sólamente un día.
Un coche se nos cruza por medio, casi nos atropella, a lo que Kath saca la cabeza por la ventanilla y dice burradas que prefiero no escuchar, a la vez que sigue conduciendo.
Vamos descontroladas, derrapando. Me agarro al asiento con las manos, estoy rasgando la tela con las uñas. Ella sigue con la cabeza fuera del coche, chillando, enfadada, yo miro adelante.
Vamos directas hacia un árbol.
-¡KATH! ¡EL VOLANTE! –