9 - La llegada

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Pidió al taxista que regresase a por ella en una hora, lo necesario para acceder a la habitación del hotel, dejar sus cosas, ducharse y adecentarse. Éste, le dijo cortésmente que, de no tener pasajeros en ese plazo, regresaba sin problemas y la esperaba en la puerta del edificio.

Ella, ya con el plan madurado en mente, pasó por recepción a formalizar la reserva y obtener su llave. Menos de cinco minutos más tarde, se adentraba en el ascensor mientras su equipaje era llevado por un agradable empleado que subió por las escaleras las tres plantas que los separaban de la habitación.

Cuando estuvo en el dormitorio, tras girar una sola vez a la izquierda al salir del ascensor, dejó el maletín del ordenador sobre el escritorio que había pegado a la pared contraria a la amplia cama y el bolso sobre la silla.

El suave y metódico golpear de unos nudillos contra la superficie de madera que hacía las veces de puerta, la sacó de sus banales cavilaciones y, rápidamente, tomó un billete de cinco euros de la cartera -pues no había tenido tiempo de hacer cambio de moneda- y abrió la puerta para atender al empleado. Éste se negó a darle su maleta y pidió permiso para dejarla dentro, así que la colocó a los pies de la cama y se despidió, recibiendo por parte de Celia aquella pequeña propina.

Ella, ya más relajada, sacó una muda de ropa bastante formal y se metió en el baño, poniendo a llenar la bañera de agua caliente mientras disponía el resto de las cosas que iba a necesitar y hacía sus necesidades.

Treinta y cinco minutos después, se hallaba en ropa interior secándose el cabello y ultimando mentalmente los nimios detalles de su plan. Se puso la segunda piel que tan poco le agradaba a veces, la falda de tubo azabache, la blusa azul cielo y el cinturón que era una fina tira de cuero oscuro con detalles azules que combinaba perfectamente con la blusilla y se sentó para calzarse los zapatos. Éstos eran pareja del cinturón y, por ende, compartían los colores y detalles.

Se perfumó y maquilló lo justo y necesario, pues era consciente de que no le hacía demasiada falta y que el maquillaje solía restarle cierta autoridad que, de por sí, desprendía la severidad innata en su rostro y que, bajo las capas de potingues, quedaba más camuflada de lo que quisiera.

Miró el reloj, el cual seguía con la hora española luciendo bajo el cristal, y comprobó que había cumplido con el tiempo estipulado. Cogió el bolso con sus documentos y unas pocas cosas más necesarias y salió de la estancia para ir a reunirse con el taxista que, estaba segura, la estaría esperando abajo. Y no se equivocó; fue salir sonriéndole a la recepcionista que le deseaba buen día, y verlo de pie junto al vehículo, el cual se hallaba perfectamente aparcado.

Cuando estuvo cómodamente afincada en el asiento trasero del coche, el hombre entró y se puso al volante, de inmediato y diligentemente. Ella, que debía hacer un alto sumamente importante en el camino, le entregó un pequeño pedazo de papel color crema y rugoso al tacto, con una dirección anotada. Sin decir más, el auto se puso en marcha y ella, relajada, se dispuso a mirar por la ventana mientras la llevaban a su primer destino. Pensó que era una pena que tuviese que solucionar aquello urgentemente, de lo contrario podría haberse ahorrado el tiempo y el dinero que estaba invirtiendo y hubiese ido directa a la empresa.

Jer, en aquellos momentos, estaba sentado en el interior de un tranvía viendo pasar el paisaje. Su destino era la mismísima calle Bahnhofstrasse, una zona llena de boutiques lujosas y exclusivas. La más cara del mundo, según tenía él entendido, a la que iba a realizar una serie de fotografías.

Después haría tiempo investigando cuanto pudiese hasta que decidiese ir a cenar, pues al día siguiente empezaría a salir de la ciudad para trabajar con todo lo que la rodeaba antes de abandonarla dos días más tarde. Restaba mucho trabajo y tenía más que claro que debía seguir el croquis temporal que se había montado anteriormente.

Amor 2.0Donde viven las historias. Descúbrelo ahora