Morrigan

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Dime. ¿Cómo es que iba a saber que volvería a éste lugar? Un pasado que nunca se alejó por más que corrí, por más que luché. Una cadena atada a mi alma, un vínculo que nunca se rompió. Un pecado acarreado por toda una línea de sangre, una maldición que vibraba, latente, como una enfermedad purulenta. Y ahora tenía que recurrir a ello, pues era lo único que nunca cambió en mi vida, más aún ahora que todo se derrumbaba como un castillo de arena. Cenizas de un hermoso reino que ascendió precozmente, uno que falló en mantener a salvo a su soberana.

«Ella, una masa orgánica de desesperación, un oscuro enjambre que pudrirá tus entrañas, mientras la oscuridad devora tu alma. Seca las lágrimas que resbalan de tus ojos, sabes que ni todas las oraciones del mundo te salvarán. Un cuento de hadas que al final falló en darte alivio, una mentira que no llenó el vacío. Regocíjate en tu dolor, gracias a él acudiste a ella. Ahora. ¡Ella está aquí!».

Dos sombras se hallaban frente a la puerta de un palacio en ruinas. Una, que parecía ni siquiera poder mantener su propio peso, se apoyaba con el brazo sobre el cuello de la otra. En el umbral un cántico maldito escrito sobre el mármol envejecido advertía sobre el futuro de aquellos que intentasen entrar, ya sea por error o por estupidez. Un reino podrido, lleno de hiedra, telas de araña y muerte. La sombra cabizbaja se precipitó sobre sus rodillas, la otra acercó el rostro al de su semejante.

—Resiste, por favor, te lo pido —dijo, mientras llevaba sus manos al rostro ensangrentado de la mujer que cayó—. ¡No me abandones! ¡No lo hagas!

—Debes... debes correr —le dijo, regalándole una agradable sonrisa—. No resistiré más, la vida... se escapa de mis manos...

—¡Dime qué quieres que haga! —las lágrimas y el dolor desbordaban los ojos de la otra mujer—. ¿Que arranque mi corazón? ¡No puedo...! ¡Sin ti no puedo!

—No te hundas... no te hundas conmigo... Selene.

Ella la miró. Ésos hermosos ojos verdes que apreció por primera vez hace cuatro años en una tarde de verano. Ahora uno de ellos estaba completamente rojo, y la iris color jade que tanto alegró sus días, ahora era una mancha negruzca. El suave rostro de Valentine estaba cubierto de cortes, moretones y quemaduras, el labio superior tenía un profundo corte tal que podía ver las encías sangrantes a través de él. El terso santuario en el que muchas veces entregó su cuerpo y alma, su miedo y preocupaciones, el dolor y la desesperanza; ahora estaba profanado.

La abrazó, dándole un suave beso en la mejilla. Pronto el húmedo cuerpo de su pareja comenzó a mojarla. Cuánto hubiera dado porque aquella humedad fuera de sudor o agua. Pero no. Sabía muy bien que era sangre.

—¡Levántate! —agachó su cuerpo hasta pasar el brazo de Valentine por encima de su cuello, luego, con delicadeza, pasó la mano derecha por la cintura de ella y la sujetó de la pretina del jean—. No tenías por qué hacerlo, ¿por qué no me dejaste morir? ¡Porqué tenías que ser la heroína!

—No me des sermones, ah, ah... tú también... ah, ay, ay, ah... tu también ibas a morir por mí —la suave voz de Valentine poseía un soplido apagado, como si tuviera un pulmón perforado.

Juntas subieron los cuatro escalones del pórtico. Selene no podía soportar el dolor del profundo corte que tenía en el muslo —al cual le había detenido el sangrado con un torniquete—, sin embargo tenía que llegar hacia esa oscura benefactora, aquella que se escondía en ese castillo abandonado. Los dolores del cuerpo parecían cosquillas en comparación a las potentes punzadas de melancolía que inundaban su corazón de una carga tan pesada, un dolor que amenazaba constantemente salir a través de su cansada mirada.

—Aquí adentro estaremos a salvo —le susurró mientras empujaba la pesada puerta de metal—. Te lo prometo.

—¿Incluso de la muerte? —le bromeó con un hilo de voz.

Mientras nos hundimosWhere stories live. Discover now