LOS MORADORES DEL POLVO (I)

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Esta noche quiero hablarles sobre la humanidad, sobre la gloria y la decadencia de todos los seres humanos. 


Estoy algo borracho, así que sabrán perdonar mis posibles exabruptos, mis pensamientos quizás algo fuera de foco, pero es que tengo motivos para estarlo. 


Esta noche se cumplen cuarenta años de aquello que todos, incluso los más jóvenes que no lo vivieron, llamamos "La noche del Exilio". La noche en que todos los muertos de la tierra revivieron y nos atacaron a nosotros, los que quedábamos vivos, arrojándonos a un mundo de tinieblas y miedo y precariedad. Cuarenta años. Ahora soy uno de los más viejos de la tribu, y puedo contar en primera persona lo vivido en aquellos días aciagos. 


Lo haré ahora mismo, a la luz de las velas, escribiendo a mano sobre un papel amarillento. Lo haré antes de quedar sin fuerzas y sin memoria. Lo haré sobre todo para recordar: recordar la gloria que vivimos, y la decadencia en que nos sumimos, y anticiparme a la probable extinción del ser humano.


Pero primero déjenme beber otro trago. No podría hacerlo de otro modo. Mierda, cuarenta años ya. Hace cuarenta años... Hace cuarenta años yo tenía diez, y asistía al colegio Nuestro Sagrado Corazón del Partido de Lima, Buenos Aires.




No hubo nada que anticipara el fenómeno. No hubo guerras nucleares, ni escapes radiotóxicos, ni siquiera un solo ataque químico de uno de esos países árabes donde al parecer era costumbre rociarse con napalm o el tristemente célebre "agente naranja". No hubo absolutamente nada. Sólo fue un despertar. Un brusco y violento despertar: el de los muertos.



Al parecer, simplemente salieron de la tierra, y de las bóvedas, y de las morgues de hospitales donde acababan de morir. Algunos, como en ciertas películas, caminaban y se movían con una lentitud de pesadilla: estos eran los más ancianos, y los que se encontraban en tan avanzado estado de descomposición que les era imposible moverse más rápido. 



Otros, los que habían fallecido recientemente, podían correr y sus músculos y huesos estaban intactos, por lo que hicieron mucho daño y sembraron la muerte en derredor. El ataque fue tan devastador que la humanidad apenas atinó a defenderse. Yo en ese momento me encontraba en el colegio, asistiendo a una de las clases de la profesora Lidia (no recuerdo su apellido), que enseñaba matemáticas. 


Sí recuerdo que la profesora explicaba los rudimentos de las operatorias de sumar y restar, y su tiza rechinaba sobre el pizarrón aunque a ella parecía no molestarle, cosa que era totalmente natural dado que era un poco sorda. Y luego... se escuchó un grito. Un grito que llegaba desde la calle. Recuerdo que fue así como empezó: con un grito largo, desgarrador, seguido de un silencio que ni siquiera los ruidosos pájaros que anidaban en los árboles de la plaza se atrevieron a interrumpir.



La profesora, mientras tanto, seguía escribiendo sobre la pizarra. Recién se dio cuenta de que algo sucedía cuando volteó su voluminoso cuerpo y nos vio a todos nosotros observando por la ventana. Dijo algo así como: -Hey, chicos, ¿qué...

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