Capítulo 1

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Inhalo y contengo el aire, tratando de conservar la calma y mi pulso acelerado, pero logrando todo lo contrario llevo una de mis manos a la cinturilla de mis vaqueros. Sin que se lo espere, detengo mis pasos y me doy la media vuelta. Frente a mí se encuentra un hombre que podría ser mi padre, al cual desde la distancia puedo discernirle sus ojos ámbar sin expresión alguna, nariz perfilada y labios resecos. Muy humano y también muy inexpresivo. Ahora, se encuentra de pie frente a mí y cuando percibo un atisbo de nada en sus ojos y la intención de llevarse su mano a su cinturilla, tomo mi arma y estiro mi brazo para jalar del gatillo una, dos y tres veces al tiempo que las balas impactan en su pecho.

Su cuerpo cae inerte en el suelo y aguardo mientras siento la presencia de la demás gente que pasaba por la avenida a mi alrededor. Los cinco minutos pasan y no se levanta, definitivamente no era uno de nosotros.

La gente a mi alrededor aplaude y ofuscada, camino apresurada hasta la estación del tren para salir lo más rápido de la ciudad. Me percato, cuando estoy bajando las escaleras de dos en dos de la estación, de que aún llevo el arma en mi mano y me la guardo, sentándome en una de las bancas mientras muevo mis piernas con ansiedad.

Me muestro lo más expresiva posible, suspirando y bufando, al tiempo que revuelvo mis cabellos con mis manos, sin dejar de observar por el rabillo de mis ojos a las demás personas a mi alrededor. No me gustaría que el episodio que pasó hace unos instantes se repitiera conmigo pensando que pertenezco a los otros. Ser inmortal temporal no significa que no suframos traumas por casi morir. Nuestra inmortalidad se acaba, desde los ochenta a los noventa años, cuando perdemos la vida por causas naturales, sólo naturales. Esto ha cambiado los cinco últimos años, cuando llegaron los primeros de los otros y encontraron la forma de acabar con nuestras vidas con sus armas.

Al llegar mi tren, me levanto y me reúno junto a la gente para entrar. Adentro, me quedo de pie en una esquina y miro a los demás sin restricción, en realidad, todos lo hacemos.

Dentro de una hora, el tren se detiene en mi parada y subo las escaleras para dar con mi condominio.

Miro hacia arriba por inercia y me quedo suspendida ante lo que jamás imaginamos ver. Una placa metálica sobre la atmósfera, específicamente la exosfera, cubre cada espacio de cielo visible a excepción de los miles de millones de óvalos que nos permiten recibir parcialmente la luz del sol y de la luna. Esto ha hecho que la coloración de las nubes dispersas se torne de un gris muy oscuro, por ser éstas las que esparcen toda la luz visible. También, que en el transcurso se vaya ralentizando la fotosíntesis y resulte la extinción de muchos organismos vivos por la falta de oxígeno.

A parte de lentificar nuestra vida, poco a poco consumen zonas enteras en nada, nos atacan, sumiéndonos en un caos que no esperamos poder soportar mucho tiempo más.

Llego a casa a eso de las tres y me apresuro a cerrar la puerta detrás de mí para encaminarme a la habitación de la abuela. Al entrar, la veo sentada en el respaldar de la cama con las cobijas abrigando la mitad de su cuerpo mientras ve una de sus telenovelas favoritas.

—Abuela... —la llamo con emoción y cuando se sobresalta me doy cuenta de que la acabo de levantar de un sueño—. Uh, lo siento. ¡Te conseguí las medicinas! —chillo y ésta sonríe adormilada. Me siento a su lado y dejo la bolsa junto a ella mientras tomo su mano con dulzura.

—Oh, gracias, cariño —acaricia una de mis mejillas y pregunta: —¿Cómo te ha ido? —cuestiona e intento mantener mi sonrisa firme, encogiéndome de hombros. Decido no preocuparla y confesarle que maté a aquel hombre de otro planeta.

—Bien —canturreo y me acuesto a su lado para ver la televisión hasta que noto que vuelve a dormirse otra vez y le doy un beso en su arrugada mejilla, antes de apresurarme a apagar la televisión, como también la luz de la habitación y retirarme.

Llego a mi cuarto en el momento en el que recibo una llamada de Mariah y cierro la puerta tras mi espalda, recostándome en ella mientras contesto.

—¿Cuándo vienes? —exige saber tras la línea—. Sólo faltas tú para empezar —oigo sobre su voz la risa de Paul, antes de que tome el control del teléfono celular.

—¡Te queremos en bikini, Hanna! —grita entre risas.

—Ni lo piensen —sonrío—. Estaré ahí en unos minutos. Oye, tuve un incidente con uno de los otros en la ciudad. ¿Llevan sus armas? —pregunto sacando la mía de mi cinturilla y mirándola.

—Claro que sí, no podemos bajar la guardia —asiento aunque no pueda verme—. Te esperamos, arriverderci —pronuncia y cuelgo, caminando hacia mi cama para sentarme. Luego de revisarla, busco entre mis cajones y vuelvo a cargar el arma.

Me cambio y me quito los vaqueros y la sudadera para ponerme un jean corto y una blusa de tirantes. Meto en mi mochila un cambio de ropa, mi teléfono celular y antes de salir, me coloco un chaleco donde guardo el arma por si las moscas.

Salgo por la ventana para que nadie se percate y caigo de pie sobre el césped. Camino lo más rápido que puedo y me mantengo pendiente de cada persona que pasa a mi lado hasta que salgo del pequeño condominio y me tiro por la calle despejada de autos, sumergiéndome después entre unos arbustos con un pequeño camino que nos dirige a nuestro punto de encuentro.

Bañarnos en el río con este frío que hace es un locura, aún más es colocarse un vestido de baño para no meterse a ningún lado, sin embargo, es nuestra forma de distraernos y de sacar de todo esto algo medianamente llevadero, algo de lo que solía ser.

Cuando llego, me detengo en seco y me apuro a llegar junto a los chicos que se encuentran frente al río. Mis ojos se abren entre sorprendida e irónica mientras veo como absolutamente todo el agua del río se convierte en un remolino y deja de estar, evaporándose y dejándonos una erosión, en segundos.

Un viento torrencial lo inunda todo y los árboles comienzan un rústico choque, desprendiéndose de sus hojas y provocando que éstas se arremolinen con el aire empezando a formar un tornado.

—Salgamos de aquí, quizás nuestro condominio sea el próximo en ser absorbido —oigo decir a Henry y un escalofrío me recorre la espina dorsal.

Veo como Mariah y los demás recogen del suelo las mantas que habían instalado para pasar un buen rato y frustrada, llevo mis manos a mis cabellos y gruño, poniéndome de cuclillas mientras hago fuerza para que el viento no me tire. Ya nada es igual, no es suficiente con lo que ya han tomado de nosotros hasta ahora.

—Vamos, Hanna —Paul toma mi brazo y me guía en una corrida hasta nuestro condominio. La brisa no para y esquivando los pequeños tornados que se forman a nuestro alrededor, llegamos hasta las casas. Me despido de Mariah y de los demás mientras corren hacia sus hogares, siendo aplacados por el atisbo de las caídas de los postes de luz y hago lo mismo, entre gritos de horror y frustración. Paul toma mi mano con fuerza y ambos corremos lo más que podemos para llegar a nuestras casas al final de la calle, observando como las personas cierran sus puertas y esperan a que la vida se vaya de Los Rosales. Aparto el cabello que se pega a mi rostro para poder ver parte de mi camino y de un momento a otro soy empujada al césped de una de las casas por Paul y le escucho gritar: —¡Al suelo, al suelo!— asustada me dejo caer boca abajo junto a él mientras diviso como un árbol seco impacta la casa a unos pasos más de donde íbamos.

Lo miro, nos miramos, y este me jala del brazo para levantarnos y avanzar. Cuando llegamos a mi casa nos refugiamos en el techado de la terraza y sin poder evitarlo me aferro a su cuerpo en un abrazo mientras tiemblo de miedo.

—Tranquila, Hanna, tranquila. Todo estará bien —miente para calmarme y asiento mientras me separo de su cuerpo.

—Ciao —me despido con una mano y él se acerca para darme un beso en la mejilla antes de lanzarse a su casa a un lado. Cierro los ojos por la sensación y recuerdo que no traje las llaves para entrar por la puerta. Me apresuro a correr por el lateral hasta llegar a la ventana de mi habitación y me lanzo.

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