De sangre y semen. (1 de 2)

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En el seno de la pasión desenfrenada, jamás angosta, puede el hombre hallar sus más profundos ideales. En el momento en que el fuego prende, devasta, la contradicción no es un atenuante lo suficientemente firme como para aplacar el anhelo que uno busca en brazos de otro. Mas luego, en los minutos que preceden al paroxismo que es el orgasmo, la realidad desnuda vuelve hacia nosotros.
En ese punto se hallaba Kayn, despeinado y turbado, sobre el lecho de su maestro. Zed lo contempló con serenidad apenas unos instantes y luego procedió a llevarse su pipa a la boca y prenderla, como siempre hacía, de manera casi religiosa. El humo salió denso.

—Te has comportado bien hoy —espetó el tirano. Miró de soslayo a su alumno, quien comenzaba a vestirse.

—Lo celebro —respondió el joven con la mirada fija en el suelo. El arrepentimiento, como siempre, comenzaba a hacer mella en él.

—No me rehúyas la mirada ahora Kayn. —Zed tomó al joven por su larga trenza, tirando de ella y provocando que el joven emitiese un breve quejido.

—No rehuyo. Pero tengo cosas que hacer —se excusó.

—Tu simplicidad es divertida: siempre acudes a mí y cuando acabamos te apresuras a largarte. Pero por más que lo intentes no puedes omitir lo que hacemos —sentenció el maestro.

—Bueno... —se ruborizó el moreno— eso lo decidiré yo.

—Yo decidiré entonces cuando volver a dejar que te acuestes conmigo —le sonrió Zed cínicamente.

—No me importa —mintió Shieda, apresurádose por abandonar la habitación.

El joven aprendiz recorrió el amplio y lúgubre pasillo hasta dar con su cuarto. Una vez en este, se tumbó, cansado, en su cama. El moreno de figura de silfo y enmarañado pelo cerró sus párpados, tratando de entregarse al sueño. No se había sentido bien los últimos días y no sabía a qué achacarlo; su salud siempre era férrea e inalterable, salvo en contadas excepciones a las que encontraba una explicación: el desmesurado esfuerzo. No obstante, aquella enfermedad era distinta, nauseabunda y fútil, mas sustentada por los instantes en que se sentía terriblemente mal y devolvía todo en la porcelana del baño. Aún inquieto, trató de no darle más vueltas a aquello: seguramente cesaría pronto. Se dispuso a dormir.

—Parece que últimamente no te encuentras en un estado favorable. —Una voz grave y sepulcral lo desveló.

—¿Qué quieres, Rhaast? —preguntó Shieda con modorra.

—Noto en ti una energía extraña que me molesta —anunció la guadaña.

—Pues te fastidias —le respondió el moreno.

-Tú también lo has notado —dijo Rhaast—. ¿No te inquieta saber a qué puede deberse?

—Creo recordar que tenemos un acuerdo: tú te limitas a no ser más que un trozo de chatarra y yo te otorgo la sangre que necesitas —dijo Kayn.

—¿Y qué tiene que ver? —preguntó el darkin.

—Que cierres el pico. Estaba descansando —le recriminó el moreno.

—Esa sensación me perturba Kayn —insistió Rhaast—. No es algo usual. Me invade, me hastía; me adormece.

—¡Oh! ¿Te adormece? ¡Qué bendición pues! —respondió ácido Shieda— Ahora cállate.

Mas Kayn ya no pudo pegar ojo. ¿Qué podía ser aquello que hasta a Rhaast le inquietaba? El moreno siempre trataba de dejar al margen toda preocupación innecesaria; firme convicción con la que proseguía su sendero. Pero la edad, todavía inocente, y su crispado carácter le conducían en ocasiones a la rivera equivocada, sembrando dudas e incertezas. Tomó una decisión: si se seguía prolongando su lamentable estado visitaría a un médico.

Entrañas (Kayn x Zed)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora