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El día que iba a morir abrí los ojos después de una mala noche. Todo a mi alrededor parecía de otro mundo; tan lejano y al mismo tiempo tan cercano. La sábana con la que amanecí tapado me pareció papel de lija. Todo me resultaba extraño y a la vez familiar. Aquellas cuatro paredes habían sido mi casa desde hacía cinco largos y asfixiantes años.

El estómago me roía las entrañas. Incluso llegué a sentir cómo arañaba sus propias paredes como un gato hasta el punto de preguntarme cuándo traerían el maldito desayuno.

Y como por arte de magia, el tipo de los domingos trajo la bandeja con el mismo café con leche aguado y la misma magdalena insípida, pero esta vez trajo algo más. Debía ser porque abandonaría para siempre aquel perverso lugar. Como agasajo la bandeja llevaba dentro de una circunferencia bajo relieve: un vaso lleno de jugoso zumo de naranja. Me hice ilusiones a propósito de que estaba recién exprimido.

Luego, cogí el libro que estaba leyendo. Me recosté en la cama de ochenta y comencé a leer por donde me quedé la noche anterior. No estaba nada mal 'Fortunata y Jacinta', Pérez Galdós sabía lo que se hacía.

Pasé toda la mañana leyendo y dando cabezadas, ya que no tenía otra cosa que hacer.

Antes de comer un tío de los del otro lado me invitó a fumar. Lo saboreé como si fuera el último. Aspiré, exhalé y lo disfruté como nunca.

Llegó la hora de comer y engullí aquel solomillo de ternera con patatas fritas en un abrir y cerrar de ojos. Antes de empezar a degustar aquella suculenta comida, el guardia dijo algo así como que lo disfrutara. ¡Claro que la disfruté! Tenía un sabor raro, y no es que estuviera mala. Era mi boca, mi lengua, era yo y la absurda circunstancia en la que me encontraba por aquel puto error: estuve en el lugar equivocado en el peor momento. Qué irónica es la vida, aparte de hija de perra.

La puerta de color blancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora