La ilusión de la Jacaranda

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La ilusión de la Jacaranda

Hace mucho existió una flagrante y majestuosa ciudad nombrada como la ciudad de la jacaranda. Se hallaba rodeada de suntuosas y colosales montañas que eran revestidas por un enigmático y basto bosque.

De las entrañas de esta tierra, nacía un río. Sus aguas cristalinas hidrataban a toda la flora y fauna que allí habitaba. Recorría las kilométricas protuberancias terrenales, atravesaba los límites de la ciudad, para al final morir en aguas que se tornaban violentamente turbias y desembocaban en vertiginosas y magnas cataratas. Este último capricho de la naturaleza había dado pie a numerosas leyendas; se decía, que no había ser que pudiese sobrevivir a tal caída. Algunos supersticiosos aseguraban que aquella era la puerta del averno y otros más aseveraban que el fin del mundo allí se alojaba. Lo cierto es, que nadie había sido tan suertudo como para sobrevivir a tan larga y peligrosa travesía. Jamás nadie regresó a develar tan intrigante misterio.

Pero de entre todos los misterios que reposaban en tal mundo, uno por encima de todos robaba la atención. Uno, cuya naturaleza no parecía tener origen aparente. Uno cuya simpleza contrastaba con su gran importancia. Uno que habitaba en las entrañas de la ciudad, exactamente en el centro, en el eje. Se trataba ni más ni menos que de una jacaranda. Pero no era una jacaranda común y corriente, era muy especial. Especial en apariencia y procedencia.

Era de aspecto majestuoso, emanaba vitalidad. Rebozaba de radiantes flores lilas que eran acompañadas por unos ramilletes verdes que se conformaban por pequeñas y alargadas hojitas. Su imperfecta corteza formaba surcos que no hacían más que avivar su misticismo. Por mucho, era el árbol más grande existente que cualquier ser vería en su vida.

Aquella jacaranda era el sustento de la vida, cada cambio en ella anunciaba algo. Si una flor caía, una existencia se esfumaba; un abeto era partido por un rayo, una flor se marchitaba, una vieja montaña se desplomaba o un ser querido dejaba de respirar. Por el contrario, si un capullo lila aparecía, una existencia comenzaba; una nueva vida se anunciaba, una montaña se erguía, una flor emergía de la tierra y una semilla germinaba para dar paso a lo que en unos años se convertiría en un joven abeto fuerte y rebosante.

Cuando su corteza y sus ramas se oscurecían un peligro se avecinaba. Mientras más se tiñese, más grande era el desafío al que los habitantes de la ciudad se deberían de enfrentar. De muchas desgracias les había prevenido, de muchos enemigos les había cuidado. Le respetaban sin dudar y le protegían con la vida. Nunca nadie se atrevió a una sola flor quitar.

Embellecía su alrededor con su simple presencia. Estaba rodeada por exóticos y magníficos jardines, un riachuelo pasaba por ellos y los alimentaba, al final se perdía debajo de las raíces del sagrado árbol.

En días de óseo la gente se sentaba en sus lares y con la brisa que esparcía el exquisito olor de sus flores se deleitaban. Aquel lugar era el predilecto de los infantes, que después de terminar los deberes se reunían en torno a ella para jugar.

Fue un día común, en que un grupo de pequeños revoloteaban alrededor de la jacaranda cuando el miedo se hizo presente. Uno de los niños se percató de algo extraño mientras huía de su persecutor.

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