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Mi rutina desde que te fuiste se había vuelto un poco aburrida

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Mi rutina desde que te fuiste se había vuelto un poco aburrida. Todos los días, a las diez de la mañana, tomaba un bus que me llevaba hasta esa cafetería, donde nos conocimos. Dejaba mi abrigo en la silla de enfrente, donde tú solías sentarte, y pedía el mismo café cortado en pocillo. Mi vida se había reducido a visitar ese lugar casi todos los días, recordar los buenos momentos que pasamos juntos; las charlas interminables, el coqueteo sutil y las carcajadas luego de una de tus bromas, las que solo a ti te hacían gracia, pero yo me reía solo porque tu risa era contagiosa. A esas alturas tenía más que asumido que me había convertido en un idiota masoquista que no podía dejarte ir. Sería estúpido culparte por eso, ya que tú no eras responsable de mi patética forma de evadir la situación. Pero para mí, era mucho más fácil ahogarme en la taza de café cortado que olvidarte.

Esa mañana el frío calaba los huesos. A salir de mi casa, las sonrisas de las familias mientras compraban los regalos navideños me pusieron de mal humor. Para mí las navidades habían dejado de tener sentido.

Ese dieciocho de diciembre, a las nueve y cincuenta y ocho de la mañana llegué a la cafetería, dejé mi abrigo en la silla y llamé al mozo para pedirme el café cortado.

—¿Lo mismo de siempre? —escuché la voz suave del mozo que siempre me atendía y levanté la vista.

—Sí —respondí sin ganas.

El chico desapareció y yo volví a enfrascarme en esa nube de recuerdos que por un momento me alejaban de la triste realidad, una realidad en la que tú ya no estabas.

Cuando cerraba los ojos podía verte sentado frente a mí, con las manos cruzadas y tu mentón apoyado en ellas. Escuchaba tu voz, tu risa, podía incluso sentir tu aroma dulce y amaderado como si realmente estuvieras allí, pero al abrir los ojos, lo único que veía era un pocillo blanco con un café cortado a medio terminar. Lamentablemente, mis recuerdos de ti no siempre solían ser los mejores. En ocasiones, cuando cerraba los ojos, te veía en el suelo, con la sangre escurriéndose por tus brazos, llevándose consigo tu último aliento. Me veía a mí mismo gritando, incluso sentía ese dolor terrible que parecía estar quemándome en el pecho. Escuchaba las sirenas de la ambulancia y luego te veía a ti, alejándote de mí en esa camilla.

A veces quisiera preguntarte muchísimas cosas; me gustaría tener la oportunidad de reencontrarme contigo y preguntarte por qué. ¿Por qué me dejaste?, ¿por qué decidiste acabar con tu vida?, ¿por qué no contaste conmigo para buscar una salida? Pero al instante me daba cuenta de lo estúpido y egoísta que estaba siendo, e imaginaba que seguramente tú te molestarías conmigo, porque así era yo la mayor parte del tiempo.

Me hubiera gustado tener la oportunidad de decirte lo mucho que te amaba. Lo mucho que me hubiese gustado haber tenido el valor de decirte todo lo que sentía por ti, y que nuestra relación hubiese pasado de ser un coqueteo disimulado que buscaba ser correspondido, a ser algo real. A veces quisiera ser tan valiente como tú, y haberte dicho todo lo que me hacías sentir antes de que el sucio destino te arrebatara de mis manos. Y es que por más que no lo quisiera, tu recuerdo seguía quemándome las entrañas, porque tú seguías siendo una cuenta pendiente que jamás podría saldar.

El aroma amargo del café caliente inundó mi nariz y trajo consigo más melancolía.

Cuando bebí el primer sorbo, escuché una voz llamándome. Levanté la vista desganado y vi la timidez haciendo temblar sus pupilas.

—Disculpa... —dijo con las manos en los bolsillos del pantalón de mezclilla—. Hace tiempo te veo sentarte en esta misma mesa, tomas siempre lo mismo... —comentó con una sonrisa, notablemente avergonzado.

Asentí, bajando la mirada para concentrarme nuevamente en mi bebida. Llevaba tanto tiempo sin relacionarme con otra gente que ya había olvidado cómo entablar una conversación, y tampoco era que tuviera muchas ganas de hacerlo. Vi que el chico se deslizó en la silla de enfrente y me puse tenso. Apoyó las manos sobre la mesa y buscó mi mirada.

—¿Qué quieres? —pregunté de forma un tanto hostil.

Él titubeó, movió las manos y miró a su alrededor.

—Llevo un buen tiempo viniendo a esta cafetería, me siento en la mesa de allá. —Señaló una mesa en la otra esquina—. Todos los días te veía llegar y... quería hablarte.

—Si estás coqueteando conmigo, olvídalo. Yo no soy bueno ni para mí mismo, vete.

—¡No!, no estoy coqueteando, solo... veo que estás triste, que te pierdes mirando por la ventana y creí que quizás... te sentías solo. Mira, no quiero meterme en tu vida, no te estoy pidiendo que me cuentes lo que te sucede porque ni siquiera nos conocemos —se rascó la nuca—. Solo...

—Mi mejor amigo se suicidó hace un año—solté sin más, desviando la mirada a la ventana—. Aquí fue donde nos conocimos, solíamos venir a menudo y nos sentábamos en esta misma mesa. Venir aquí me recuerda a él. ¿Es suficiente para ti?

Lo vi bajar la mirada, avergonzado. Era la primera vez que no veía esa típica mirada de lástima que muchos me dedicaban. El chico se mantuvo callado durante unos momentos antes de responder.

—Lo siento mucho —dijo finalmente—. No fue mi intención meterme en tus asuntos. Creo que debería...

—Quédate —dije a secas—. Llevo mucho tiempo sin hablar con alguien, pero te advierto que no soy nada divertido. —De nuevo vi esa sonrisa nerviosa dibujarse en su rostro infantil—. ¿Qué haces aquí?, ¿no deberías estar comprando regalos con tu familia?

—Vivo solo —respondió rápidamente—. Mi abuela, que era quien me cuidaba, murió hace un par de años atrás. Solo tengo una hermanastra pero vive fuera del país, y no somos muy unidos.

—Vaya, lo siento.

—No lo sientas, estoy bien con eso. A veces simplemente hay que... dejarlo ir, ¿sabes? El dolor es tan fuerte que a veces no sabes como contenerlo, pero llega un momento en el que ya no lo sientes tanto, y ahí es cuando comienzas a superarlo. Nunca olvidas, solo... lo guardas en un rincón donde ya no te hace daño.

—¿Y qué haces mientras el dolor sigue presente? —pregunté, calentádome las manos con el pocillo.

—Vives con él, pero sin permitir que te aisle. Las personas que amamos no querrían vernos sufrir por ellos, ¿verdad? Mi abuela siempre me decía eso.

—Era muy sabia.

Él asintió, yo regresé la vista a mi pocillo medio vacío. Se sentía extraño estar sentado en esa mesa hablando con alguien que no eras tú. Su voz, su aroma, su forma de ser era distinta, pero de alguna forma me hacía sentir mejor ver esa silla ocupada, aunque se tratara de un desconocido.

 Su voz, su aroma, su forma de ser era distinta, pero de alguna forma me hacía sentir mejor ver esa silla ocupada, aunque se tratara de un desconocido

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Café cortado con cremaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora